(Pausa. Luz tenue. Respira hondo.)
Uso versos de otros tiempos…
Y es —en este sentir— la modestia la que me acongoja.
Soy yo, con el sudor en las sienes,
mi fresca locura a flor de piel.
Se abre el público…
subo con temor.
Soy un semi-niño.
Entonces… las primeras notas.
La gente sonríe,
algunos se comentan.
Sí… son mis canciones las que suenan.
Las que cantamos.
Las que están vivas.
Son parte de este cuerpo,
de esta sangre,
de este esperma que late y ruge.
Son pedazos de letra,
de corazón,
que se hacen retumbar…
tañer.
Son mis letras.
Es mi música.
En cortas ondulaciones
se expresa el alma.
Los momentos a solas,
mi lucha por ella,
mis múltiples abandonos,
todos esos dolores que me habitan.
Últimamente le he escrito canciones
a una linda desilusión…
que el otro día me pidió una antología.
Si fuera fácil, la tendría.
Pero resulta que cada cosa que canto
me arranca pedazos de alma.
Y en esta rara función que tenemos los cantores
hablamos de amor todo el tiempo…
pero no lo conocemos.
Nos enamoramos de las que no nos aman.
De las que prefieren un lindo y descuidado fiambre —
como el que seguro tienen —
antes que mirar la idiota ternura
de un músico o un poeta.
Somos la basura ferviente,
la que goza siendo de todos
pero no de nadie.
Vivimos esperando la llamada de ella:
la que nunca llamará,
la que siempre se piensa,
pero no se nombra.
La que no vuelve,
por más que se le invoque.
Y perdido estoy,
pero así mismísimo prosigo.
Dejo el sudor y la sangre
en cada nota,
en cada concierto —
grande o pequeño—
porque cada vez que canto una canción,
la escribí con trozos de la vida misma.
(Silencio. Mirada al suelo. Cae la última nota.)