domingo, 10 de abril de 2011

Insectos

Me hacía falta un insecto para llenar mi clasificador, pero en esos días ya no quería poner más escarabajos, porque no son mis insectos favoritos. Así que seguí buscando entre las hojas y el musgo, entre todas las raíces de los árboles que brotaban de la tierra negra y olorosa, y entre las ramitas de los arbustos y las pequeñas hojitas donde siempre encuentro arañas o catarinas.

Y tirado sobre la hojarasca encontré un insecto parecido a las mariposas. Pero al observarlo bien, noté que era diferente, porque tenía dos colas enredadas y alas más grandes. El espécimen estaba completo, pero era una lástima, porque a este tipo de insectos, cuando mueren, las alas se les ponen grises y se rompen. Entonces seguí buscando; debían tener un nido o un lugar donde pudiera encontrar alguno vivo para poner en mi colección.

Seguí buscando, y mientras caminaba y hacía tronar las hojas secas bajo mis pies, fue oscureciendo. De pronto me encontré en la penumbra total, entre la bruma y el bosque, sin rumbo. Caminé hacia cualquier dirección y sentí miedo. Pensé que no podría llegar a casa nunca. Me sentí un objeto extraviado, un soldadito de plástico que se aleja del niño al que pertenece. Por más que volvía los ojos, la soledad y la oscuridad ya me habían atrapado, y no sabía si estaba ciego o si solo era la ausencia de luz la que me tenía preso del pánico.

Caí entre las hojas, entre las ramas secas, las espinas, los aceitillos. Seguí cayendo y grité: grité de miedo, grité de pánico, grité porque estaba perdido en la oscuridad y seguía cayendo. Rodé y me golpeé hasta que dejé de caer, porque fui detenido contra el suelo. ¡Qué golpe! Estuve a punto de llorar.

Cuando me levanté, vi una luz pequeña, tenue y de color casi verde. Era uno de esos insectos, con sus dos colas y sus alas hermosas. Olvidé por completo el ardor del brazo que sangraba y el sudor frío de la frente. Olvidé todo y lo seguí. Había más. Era otro, otros… ¡eran muchos!

Levanté la vista hacia la copa de los árboles, donde millones de esas criaturitas —entre mariposas y luciérnagas— revoloteaban, con miles de luces que salían de sus torsos diminutos, de muchos colores e intensidades: tonos fríos y tonos cálidos, luces tenues e intensas. Revoloteaban, chisporroteaban, iban hacia un lado, hacia la copa de los árboles y hacia mí.

Ya no pude sentir miedo. Me sentí confortado, porque creo que eran hadas… o libélulas raras. Lo cierto es que no tuve corazón para tomar una y atravesarla con un alfiler. No pude poner ninguna en mi colección, porque entre lo que observé y sus vuelos frenéticos y fascinantes, me mostraron el camino a casa.

Volví. Me metí por la ventana porque no me habían levantado el castigo aún: tenía que estar encerrado en mi cuarto. Me acosté y dormí hasta el otro día. Creo que sanaron la herida, porque aunque era muy grande, ya no la vi al despertar la siguiente mañana. No recuerdo más, solo el torrente de insectos revoloteando entre las hojas y los troncos de los árboles. Me recuerdo a mí corriendo a casa, liberado y sin angustias.

No sé cuál es el nombre de esos insectos, pero me gustó llamarlos como ella, porque lo que me hicieron sentir fue igual que lo que siento cuando la veo, aunque sea de lejos, aunque esté en otro grupo y no me mire. Me hicieron sentir lo mismo que cuando va con su uniforme, con su falda de cuadritos arriba de las rodillas y no voltea nunca, porque la trae su papá a la escuela.

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