sábado, 9 de abril de 2011

la alfalfa


Hoy, después de muchos años, el tiempo es uno de mis más grandes fetiches. Me enigma, me posee. El tiempo, la cuarta dimensión. Desde niño creí que existía gracias a él. Permanecer a través del tiempo es una virtud que fui cultivando al aprender y desaprender cosas con el paso de los años, con el paso de la escuela, con el empleo nuevo, con ese personaje que uno encarna cada mañana: resuelto, propositivo, perspicaz. Todo eso que piden en las oficinas para pagarte algo con lo que apenas y sobrevives.

Tal vez perdí el control de mi tiempo. Tal vez pasé tanto tiempo pegado a mi computadora que cuando todos los niños, los nuevos nietos, los hijos, los sobrinos, los tíos y hermanos hablaron entre ellos de sus metas, de lo que el año viejo les dejó y lo que esperan del nuevo, me dije: "Vidal, ya te haces viejo".

Pensando en eso me fui a sentar a un rincón donde los gritos de todos los que jugaban Turista Mundial no me alcanzaran. Y de pronto volví a uno de esos días fríos con olor a juegos, a vacaciones. Esos días en que la ciudad no era tan grande y podía salir a correr con la bicicleta de mi hermana. Todo me llevó a una escena, a la barra de la cocina donde, algún año nuevo, me puse a mirar un montoncito de alfalfa que mi abuela puso sobre un colador.

—¿Para qué es? —le pregunté.

—Para germinados —me contestó mientras le ponía mermelada de zarzamora a un pan y me lo pasaba en una servilleta.

Después, a medida que el año ya no era tan nuevo, me di cuenta de que muy temprano, cada mañana, mi abuela le rociaba apenas un poquito de agua. Me causaba risa.

—Eso no va a crecer nunca —le dije, y me fui a jugar.

Después se me olvidó. Y una noche, ya por febrero, fui a la cocina a tomar agua y me di cuenta de que las cosas se habían puesto diferentes con la alfalfa. No sé si era mi somnolencia, pero parecía que les salían unas hojitas.

—¡Abuela, le salieron unas hojitas! —le grité muy animado por la mañana.

Habían salido hojitas y unos tallos blanquecinos. Después, al pasar de los días, las hojas se fueron levantando por sobre los tallitos.

—He aquí un bello minijardín —dije en voz alta.

Me gustaba observarlo debajo de la luz tímida del sol, de esa luz de las mañanas antes de ir a la escuela. Esas mañanas que saben a café con leche y azúcar del pan.

Encontré una lupa en los cajones de mi mamá y, después de comer y antes de ir a la cama, me la pasaba observando. De algún modo esperaba encontrar algo más interesante que tallos y raíces. Pero como todas las cosas que el tiempo se lleva, mi interés y la novedad se fueron con los días. Tristemente, me había pasado el tiempo por encima y se me comenzó a olvidar ir a visitar mi bosquecito.

Una mañana de sábado —estoy seguro de que era sábado porque me despertó el estruendo armónico de mi mamá aspirando, con la lavadora encendida y gritándole a mi hermana que le pusiera aceite a los huevos—, todavía medio dormido y con el cabello enmarañado, escuché ruidos como los que hacen las hormigas grandes cuando te las acercas al oído. Busqué entre las gavetas el origen del sonido, sobre el lavabo y detrás de la licuadora metálica, y recordé mi bosque.

Ahí, entre los tallos más pequeños que las uñas de mis meñiques, vi ¡personitas! Unas usaban sombrero, otras llevaban tirantes. Había gordos y flacos, unos más viejos que otros, y estaban en algo como un día de campo, ahí en medio de mi bosquecito.

Me tallé los ojos porque no creía lo que estaba viendo. ¿Cómo es que había personas en un colador en la cocina? Bueno, yo recuerdo que no daba crédito a lo que pasaba, pero tampoco cuestionaba mucho la idea. Era un niño, un poco enclenque, y tal vez me estaba pasando lo que mi mamá dijo: estaba sufriendo alucinaciones por no terminarme todo el pollo. Pero lo recuerdo. Los llevé a mi cuarto y me encerré con la lupa que saqué de entre unos cuadernos.

Algunos llevaban leña, otros algunos utensilios, y estaban asando carne. Cantaban algo alrededor del fuego. Lo que decían no tenía sentido para mí, era como otro lenguaje, pero parecían contentos. Tenían una fiesta ahí. Bebían, reían. Algo sucedía.

No sé bien cuánto tiempo observé, pero me quedé dormido. Al despertar pensé que no era un sueño. Alguien, tal vez mi abuela, se llevó el colador nuevamente a la cocina, así que fui corriendo a buscarlo. No había nada cuando lo encontré, ni tampoco ningún rastro de los pequeños seres. Busqué entre los tallos, en la cocina, en el lavabo. Regresé a mi cuarto, busqué bajo la cama, entre las cobijas. Nada.

Y entonces me puse triste. Me envejecí unos años, me enamoré, jugué otros juegos —los de los adultos— y el tiempo se llevó ese pasaje.

Creo que pensar en todo eso que me esforcé por olvidar me hizo volver a creer en lo increíble. Y fue entonces cuando regresó mi pasión por el tiempo, porque llevo años esperando volver a ver algo maravilloso y extraño. Creo —y ese es mi propósito este año— hacer que pase y engañar al tiempo un poco. Sorprenderme de todo y ser feliz porque sí.

Después de todo, no tengo más que perder... aparte del tiempo.

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