Con un caminar lento, a media calle se levanta la estampa de un hombre espigado, alto, con una barba poblada de mechones lacios y salteados. Mientras camina, trata de aclarar su pensamiento enmarañado por algo que bebió. Sigue sin entender por qué una fuerza extraña le susurró que debía devolverse a casa.
Y ahí va caminando, subiendo un poco la colina hasta donde se abre un camino de ladrillos rotos que él mismo construyó. Una pequeña colina y un riachuelo que se forma con el agua de la tarja donde su mujer lava la ropa. Sigue subiendo. Se acerca a la cocina donde un fogón de adobe a la izquierda y una alacena de madera lo esperan. Todo en silencio, sin luces en la casa. Al parecer todos duermen.
Las paredes del jacal y las dos ventanas al lado están cerradas. La luz de la luna y sus ojos acostumbrados a la obscuridad le permiten ver los dos ojales con que se cierra la puerta. Así que, sin hacer mucho ruido y casi de puntas para no interrumpir el sueño de los que duermen, abre lentamente para entrar.
Pero mientras abre, los ruidos de adentro lo sorprenden. La luz azul que entra por entre la techumbre le sirve de reflector. Una imagen poco familiar le golpea la frente: en la cama yacen las formas de lo que parecen las piernas redondas y joviales de su esposa, abrazando del talle a otra imagen, otro hombre que está hincado, con el torso desnudo. Ambos, en el mismo afán, golpean uno contra otro en un consentimiento mutuo. Los ruidos son de gozo más que de molestia. Con el vigor que caracteriza este tipo de actividades, ella lo jala hacia sus entrañas y él empuja con empellones violentos, mientras los dos asienten con respiraciones profundas y ruidos guturales.
Todo en una imagen que escandaliza al hombre que está parado en la puerta. Al ver esto se confunde y vuelve a cerrar la puerta mientras da media vuelta. Consternado, está dispuesto a irse, pero algo lo detiene. Mientras se rasca la cabeza, se dice a sí mismo: "No, esto no puede ser. Esta mujer va a destruir otros hogares".
Y con poca intervención de un agente externo, el hombre voltea y ve el brillo metálico y siniestro de un objeto que está colgado en la pared. Lo toma sin pensar y entra.
Lo que fueron gritos de placer ahora son gritos de dolor, de terror. Golpes, reclamos e injurias. Salen de esa habitación donde todo se tornó terrible miles de maledicencias. Mientras aquel hombre lava su machete y se limpia, otro hombre desnudo se aleja sangrando, cojeando, sin poder respirar. Al parecer, herido de muerte.
Otra vez la figura espigada le da la espalda a la casa y vuelve a salir a la calle.
El alba se sorprende encontrando que mientras el marido bebe solo en una cantina, en su cama yace sin vida una mujer envuelta en sábanas ensangrentadas.
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