Muchas de las acciones que tomamos como seres humanos, sean positivas o negativas, no definen nuestra persona. En general, actuamos tomando ventaja de la situación e hiriendo a alguien, y de pronto, al siguiente día, y en consecuencia, actuamos de manera magnánima dando a manos llenas. Por estos días estoy reflexivo y pienso que este vaivén de actitudes hacia los demás se compensan unas a otras, crean el balance que nos mantiene existiendo como personas íntegras. Aunque la integridad también es un concepto interesante: cuando de pronto manifiestas un alto sentido del deber, honor o justicia en un asunto que, desde varias perspectivas, no resulta tan importante, y al siguiente momento te inclinas totalmente, con tal flexibilidad, ante un asunto de mayor peso o significancia.
Esta filigrana de recovecos y caprichos en nuestra naturaleza me hace pensar que todas las personas son inconsistentes, faltas de palabra e impredecibles como un mar en calma, pero al mismo tiempo confiables y predecibles. Somos la prueba del orden y el caos dentro del perímetro de nuestra piel. Un manojo de sensaciones y paradigmas asociados a nuestra historia de vida nos hace actuar dentro de un patrón que nos vuelve totalmente diferentes unos de otros. En esta gama de posibilidades, las personas actúan como personas, es decir, que es imposible predecir nada. Esos pecados mortales e inconfesables dan paso a actos sublimes y heroicos.
En la vida que tuve que sufrir o disfrutar de momento, parece que la tesis anterior aplica perfecta en muchos momentos que pertenecieron a mi historia, y en las catástrofes que se provocaron derivadas de reacciones fundamentadas en esa tesis.
No tendría este servidor más de cinco años cuando una mañana, sin ninguna provocación, mientras jugaba en el patio de la escuela, le di un empellón a un pequeño niño que caminaba hacia el prado. ¿Por qué sucedió así? No lo entiendo y no dejo de avergonzarme. Pero destruir está en nuestra naturaleza, vaga por nuestros caprichos y viaja a través del torrente sanguíneo, llega a cada extremidad obligando a... destruir.
En consecuencia, la terrible sensación del autor del crimen ante su obra nos hace actuar de manera magnánima una y otra vez. Al parecer, ese primer hecho cruel me trajo a situaciones donde tuve que ser torturado, humillado y puesto en evidencia. Y por cada vez, en consecuencia, desquitaba mi enojo con la vida, aunque no fuese de manera consciente.
La parroquia principal de mi ciudad natal tiene una larga fila de bancas, y el pasillo que se forma debajo de las bancas vacías resulta el lugar más divertido al que puede asistir un niño cuando va a la iglesia. Mis padres formaban parte de un cuarteto de voces que hacían cantos gregorianos y misterios. Yo tenía que acompañarlos a los ensayos cada miércoles a partir de las cuatro de la tarde.
En el cuarteto había un niño de más o menos doce años, rubio y rosado, que hacía voces primeras y solos en los cantos. Prodigio para todos los que le oían cantar. "Una voz angelical", decían los demás. Pero gozaba torturando a los demás niños y me miraba con desprecio por jugar entre los corredores de la iglesia.
Esa tarde en específico, tal vez del mes de julio, una figurita débil y curiosa interrumpió el chorro de luz que nos llegaba desde el pórtico abierto de par en par y entró durante el ensayo. Era un niño sucio, con el cabello enmarañado y las rodillas llenas de manchas. La llovizna lo había llevado cerca de las paredes del recinto para resguardarse, y la curiosidad lo hizo irrumpir. Sin ningún permiso, caminó directo a la primera banca donde nuestro prodigio cantor se encontraba sentado presenciando el ensayo, con un traje negro y el cabello muy enlaciado y húmedo.
El pequeño callejero se sentó en la orilla, lo cual enfadó sobremanera al cantante, que lo miró mal de tal forma que si hubiese tenido un cuchillo se lo hubiera clavado en el corazón por irrumpir en el ensayo. El enfado le hizo dar la vuelta a la banca y pedirle, de forma no muy amable, que se largara porque apestaba, porque estaba sucio. El pequeño indigente, sin entender muy bien la situación, lo miró angustiado como quien desconoce el idioma en el que se le está hablando.
—¡Ya vete, estás sucio! —dijo el rubio cantor en un tono imperativo y agresivo que hizo que el pequeño saliera disparado de la banca.
Mi reacción inesperada fue decirle: "No estás sucio". Y no me refería a su aspecto. En realidad, ahora y con los años, me refería a su alma, a su actitud, a su persona.
¿No resulta benigno este acto? ¿Qué puede hacernos buenos o malos? ¿Qué define nuestra naturaleza? Mientras alguien tenga que arrepentirse y la vida lo deje sublimarse en un acto, este mundo, creo yo, tiene esperanza.
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