sábado, 9 de abril de 2011

Caleidoscopio

La vi por primera vez en septiembre. Cuello largo, brazos bellos, sentada en flor de loto con sus mallas rosas. Durante tres años lo único que pude observar fue su sonrisa, sus ojos entre carcajadas, imágenes sueltas de ella bailando o haciendo flexiones en la barra, sus presentaciones finales… y luego el día, la hora exacta, en que se fue a vivir a otra ciudad.

Cinco años después, la revancha de la vida. En una esquina cualquiera, su último cigarrillo, todos esos besos, las noches a hurtadillas, y la manera en que desnuda era hermosa y vil. Todos esos efectos me condenaron a la historia más deshonesta, dolorosa y pasional: un relato de calentura, egoísmo y desolación. No puedo recordar más que el ocio sádico con que mató mi corazón y me demostró que la vida solo existe después de la muerte.

Tuve diez minutos para contarle todo, deprisa, y lo único que veía eran sus ojos. Como en esas fotografías de larga exposición, donde el obturador abierto revela las trayectorias de los cuerpos en movimiento, así vi el mundo detrás de su voz. Pasé más de una hora intentando retenerla, rogando que no se fuera.

Cinco mojitos y un baile torpe me bastaron para abrazarla. Su cuerpo delgado cayó sobre el mío; su cabello, largo y lacio, se enredaba entre sus dedos cuando me susurró:
—¿En cuánto tiempo estamos en tu casa?
—Cinco minutos —respondí, y aceleré.

Todo tuvo su lugar. Juro que durante ese tiempo la amé: buscaba que me viera, la tomaba del talle, besaba su cuello, me embriagaba con ella. Tal vez pudo ser, pero un día simplemente no llegó a la cita. La descubrí en otro lugar, besando a otra persona. ¡Ah, despojo! No te reclamo nada, porque sé que no sirve reclamar.

Llegó temprano a mi habitación de hotel, justo cuando yo salía de la cama de alguien más. Se fue, y luego volvió. Cuando uno es más joven que ahora, pocas cosas importan. Esa tarde, mi amiga se volvió su verdugo: bebimos vodka en la playa, y encontré los labios de mi amiga mientras ella se alejaba llorando. No sé si lo sabe, pero me dolió verla tan herida. No sé dónde esté hoy, pero algo aún me lacera entre el pecho y los pulmones —eso que llaman alma— y me recuerda que no debí lastimarla.

Volvimos a vernos. El alcohol era el único ser entre nosotros. No intenté nada: me recosté, ella entró al baño, y debí cerrar los ojos para despertar en el cielo, porque de pronto estaba en el umbral de mi puerta, sin saber qué decir. La tomé de la muñeca y la recosté a mi lado. Juro que quise desnudarla y mostrarle cuánto me gustaba, pero no lo hice. Por respeto, por admiración, por cariño. O quizá porque no puedo revelar toda la verdad en este escrito. Aun así, ese es el final que quiero recordar.

Me enamoré de sus caderas, de la delicada forma en que su cuello se convertía en mil cosas. Me enamoré de sus variantes, de sus estados de ánimo; me volví su cómplice, me dejé llevar por donde quiso, me tomó de la muñeca y me condujo simplemente. Me enamoré del olor de su piel y, aunque nadie lo diga, sigue siendo —en mi recuerdo— mi actriz de películas para adultos favorita.

No recuerdo bien su nombre, aunque conservo una foto suya que nunca le devolví. No recuerdo el año y medio que pasé con ella, ni quiero hacerlo: me duele, me desgarra, me arranca de la vida. Por eso no quiero recordar su cabello negro en bucles, su sonrisa perlada, sus mentiras, los pies que más he amado, ni los días en que intenté deshacerme de su recuerdo. Lo único que logré olvidar fue su nombre, porque su rostro lo tengo presente, nítido, como si aún la estuviera viendo ahora.

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