Envuelto en su pijama de franela de cruces, corre descalzo el pequeño dinosaurio, muerto de risa y saltando en la cama. Baja veloz y recorre la recámara abriendo los brazos y tocándose la nariz. No se duerme, pero ríe en la obscuridad. Sus ojos sobresalen debajo de la sábana.
—¡Ah, dinosaurio, duérmete! —le dice su papá.
Pero el pequeño dinosaurio juega con un móvil que pende de la lámpara sobre su cama.
—A dormir, dinosaurio. Cierra tus ojitos y sueña en lo que sueñan todos los dinosaurios de tu edad.
Pero el dinosaurio no tiene sueño y trata de jugar.
—¡Ah, duérmete!
Pero el dinosaurio vuelve y me abraza mientras escribo. Pensar que dejé de ser Peter Pan para criar al dinosaurio.
—¡Voy para allá! —le grito.
Después de un rato de silencio, cuando vuelvo a verlo está tendido sobre la cama. Su cabeza redonda y llena de lanugo no se mueve.
—Me estás engañando, ¿no?
Pero el dinosaurio no se mueve. Toco sus pequeños pies que salen de la pijamita y él sigue tendido en la cama, respirando a un ritmo menor. Está profundamente dormido. Ya no grita, ya no corre.
Salgo despacio de la habitación y apago la luz. El pequeño Rodrigo dinosaurio se durmió.
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