Dos cuadras antes de llegar al bar, una sombra anda por el camino, entre casuchas de adobe y edificios semirrepillados. Las luces, apenas tenues, no le permiten ver quién está en la entrada. Mientras tanto, al otro lado del pueblito, un aire frío recorre todas las calles, se cuela entre los pórticos y las ventanas con cortinas que apenas dejan entrever las figuras de madres recostando a sus hijos a la luz de una vela: personajes boca arriba que al otro día volverán a las labores.
El frío pasa por cada puerta y cada rendija, husmeando, dejando helada cada reja. Corre y busca entre los árboles y la fuente; recorre cada centímetro de las calles como si observara, como si esperara encontrar algo. Sin querer, halla al hombrecillo ebrio tirado en la plaza principal. El pobre, al sentir el viento y su presencia agreste, abre las cobijas y lo recibe en el pecho, dejando salir su alma con el último aliento.
El frío, aún insatisfecho, sigue buscando entre callejas, rozando esquinas de adobe y protecciones metálicas, deshojando las jacarandas a su paso. Luego, en medio de la calle, como en vista panorámica, lo ve. Se le acerca veloz, susurra algo en su nuca.
Él camina despacio, pone sus pies anchos y cansados sobre el polvo, golpea el suelo lenta y pesadamente. La idea —precisa pero todavía sin revelarse— lo hace caminar más rápido, aunque las grietas de su piel ardan. Tal vez sea la emoción del momento. La idea está dada, está concebida.
Deja el morral al lado, acomoda el sombrero de palma que el uso ha ido destejiendo. Es un hombre cuadrado, sucio después de la faena, con el cabello apelmazado de sudor y polvo.
Al fin entra al bar. La idea que crece en él se ramifica en otras más perversas, y el camino hasta allí ha sido trágicamente más largo que de costumbre. Cruza la puerta principal. Varias almas congregadas en torno a la barra lo ignoran. Se acerca y hace una seña, mientras deja cinco pesos sobre la barra.
El alcohol cae en chorro dentro del vaso, con ese ruido característico que se apaga mientras se llena. Él lo toma con manos ajadas por el tiempo y el trabajo. Dedos toscos, uñas comidas hasta el muñón. Levanta el vaso y mira su reflejo en el espejo del fondo. Apenas se reconoce. La idea vuelve, ensordece su pensamiento.
Mira el salón. Algunos ríen a carcajadas por una broma del tipo tras la barra; otros se hablan encima, escupiendo al hablar, sudados, ebrios. Las botellas chocan unas contra otras. Las risas, el olor a vaselina perfumada de la mujer que pasa pidiendo una copa. Entre las mesas, entre las botellas semivacías y las miradas perdidas, más allá de la rocola y las luces ámbar que iluminan las paredes encaladas, ahí está: el patrón.
Reinando la mesa. Saboreando una cerveza. Viendo a todos desde sus ojos cegados por el poder.
Lo ve. Otra vez la idea maldita. Otra vez el frío que le susurra: hazlo. Que nada va a estar mal. La idea lo seduce, lo obliga, lo lleva más allá.
Como poseído, avanza entre las mesas. Esquiva manos y piernas, rodea la mesa donde el patrón se sienta, meciendo su cuerpo corpulento. Y es ahí: el momento. La idea se concreta. Lleva la mano al morral. Encuentra el objeto. Se lanza.
Un breve forcejeo. El corpulento abandona este mundo y cae, volteando la mesa.
Cegado por la emoción, el otro —el que entró temiendo no poder hacerlo— ahora es un asesino. Empuja a quien intenta detenerlo, lo golpea en el ojo, lo pisa y corre. Olvida el sombrero. Entra al baño, salta una tranca. Algunos salen a buscarlo, pero él corre más.
El frío que antes movía sus entrañas y le susurró la idea tras la nuca, ahora sale de su cuerpo, dejándole solo el miedo y las ganas de no haberse manchado de sangre. Corre por el campo surcado, con los pies cansados y la camisa ensangrentada, mientras la luna lo observa desde un cielo negriazul sin nubes.
Corre más. Pisa los cañaverales quemados. Tropieza, cae, rueda. Se levanta. Persiste. El sudor le chorrea. Ya casi llega. Ve una luz entre la reja de carrizo: el fogón de su casa.
Entra tembloroso. Bebe agua. Observa las sombras: sus hijos, su mujer dormidos. Mira con cuidado cada respiración, cada movimiento involuntario. La cama, la mesa, la ventana entreabierta.
Y en medio de esa quietud, el pensamiento se le aclara:
aunque amanezca, el patrón no volverá a robarles nada
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