sábado, 9 de abril de 2011

Hotel

Detuvo el paso, con algo de morbo, y la miró caminar por el pasillo del hotel. Sus pasos no se oían, se deslizaban con la sensualidad de un felino. Avanzaba hacia la habitación dejando que él observara el vaivén de sus caderas anchas, redondas; el pantalón entallado y la chamarra roja de piel dejaban entrever parte de su talle y un tatuaje de girasol en su absolutamente deseable abdomen. Ella volteó, le extendió la mano y abrió la puerta, invitándolo a pasar una vez más.

Minutos antes, al salir del bar, le había susurrado al oído:
—Te deseo.
Lo besó y corrió al otro lado de la calle.

Caminaron despacio, cuadra tras cuadra, buscando un hotel. Rieron en complicidad, corriendo de la mano, hasta que una mujer ebria y desgarbada, recargada en la puerta metálica de una farmacia cerrada, les gritó con voz pastosa:
—¡Socia, cuídame a ese hombre!
Ambos soltaron una carcajada nerviosa y corrieron. Los tacones de ella resonaban en el pavimento, golpes breves, apresurados, hasta doblar la esquina y encontrar una lucecita amarilla junto a un poste de madera cubierto de letreros. Allí estaba el hotel de paso.

Desde la entrada se veía la barra con una imagen de la Virgen, adornada con focos en lugar de veladoras. Un buda dorado y un plato de propinas daban a la escena un aire extraño, incompleto. Aun así, subieron por una escalerilla de caracol apenas sostenida por un palmo de soldadura, empotrada directamente a la pared. Los pasillos eran angostos, retorcidos, y entre las puertas se oían murmullos, risas, golpes. El azulejo mostraba figuras blancas sobre un fondo rojo, y las paredes, cubiertas de capas de pintura de aceite, brillaban bajo la penumbra de los focos de sesenta watts: esos que nunca iluminan del todo y acumulan grasa y polvo en las esquinas.

Ella lo invitó a pasar despacio. Se besaron, él recorrió con la lengua la línea de piel entre su boca y el ombligo. Un par de mezcales, el deseo contenido durante tanto tiempo, los empujaban uno hacia el otro. Una mano subió con ternura; la otra bajó, más violenta. Las respuestas fueron proporcionales. El cuarto se llenó de jadeos y respiraciones.

—¿Estás segura? —preguntó él.
—Es mi cuerpo —respondió ella, sentándose en la cama de golpe, dejando los pies colgando.

Él fue al baño a buscar algo que hacer mientras ella se descalzaba y retocaba el maquillaje. No había pies más bellos, ni boca más dulce.

La oscuridad se volvió menos densa cuando sus pupilas se acostumbraron. El olor de ella —“Touch of Pink”, murmuró él— lo envolvía. La besó en el cuello; ella asintió, le desabrochó el pantalón. Sin miedo, sin inhibiciones, se quedaron en ropa interior. Él recorrió su abdomen, olió su piel, la saboreó. Todo en ella era deseable, digno de repaso, de una vuelta más. Ahora estaban desnudos, piel con piel, respiración con respiración. Él recorrió con los labios sus rodillas, sus caderas, los dedos de los pies. En un instante, ambos perdieron la razón: dos cuerpos entrelazados, sudando, girando entre las sábanas. La cama rechinaba, algo caía al suelo, pero nadie oía las sirenas de la calle. Solo estaban ellos: humedad, calor y caricias.

Al final, el encargado del hotel tocó la puerta: era hora de irse. Ella, solo en ropa interior, miró por la ventana. Algo se había ido con la noche; algo que esperaba desde hacía años, algo guardado y suspendido. Hoy se perdió. Ya no estaba más con ella: un amor viejo, una mala jugada, un eco de pasión que se extinguía.

No prometió volver a verlo, pero algo en su voz dejó una duda, una conexión latente.
—Hasta el primero de enero, entonces —dijo.
¿Una promesa o un destino? Nadie lo sabe.

El taxi se alejó. Amanecía en la ciudad, aunque las farolas seguían encendidas. Él caminó en dirección opuesta, con un rasguño en el pecho y una sonrisa. Daba gracias por la velada.

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