sábado, 9 de abril de 2011

Crónica

Súbitamente y sin esperarlo, algo le obscureció la frente. Era uno de esos pensamientos mudos que se convierten en grandes sucesos del mundo real: no hablan, callan, están presentes sin hacer ruido, imperceptibles... y sin embargo, ahí están. Al parecer, era uno de esos enormes patrones de conducta que te obligan a buscar un camino, una vía de acción, hasta que terminas confesándote a ti mismo lo que vas a hacer cuando ya lo estás haciendo. Una frase simple. Helada.

Esa mañana, con la luz semiazul de cuando el sol ha salido pero aún no calienta, ahí estaba: sentado en una silla frente a la ventana, imaginando, pensando, con esa idea nublándole la vista como un antifaz, decolorándole la cara de sátiro desalmado. De la mesa a los platos en la alacena, de la sala a su escritorio con el cenicero repleto de colillas, la idea recorría la habitación de un lado a otro. Incluso el pequeño ratón junto a su clóset había dejado de mordisquear el pedazo de corcho que robó quince minutos antes de que él llegara al departamento la noche anterior... y comenzara a pensar.

Los fantasmas que lo habitan empezaron a temer esa idea que se formaba. Huyeron entre el librero y la mesa de té, salieron despavoridos por un rincón entre la ventana y el vacío. Huyeron porque reconocieron al demonio dentro de la idea que él no confesaba y que, de pronto, después de imaginarlo tanto, asumió.

Empuñó el arma mientras veía a las personas caminar abajo en la calle. Se volvió testigo del movimiento de los negocios, la comida rápida de la esquina, los automóviles, el vendedor de periódicos y su voz inconfundible. Y él, solo en su departamento, oyendo esa idea, el pensamiento nublado por esa idea... esa idea que lo rondaba.

Perder la vida debería ser fácil: un instante después, no encontrarse. Lo único difícil pero necesario, lo único que hace falta es declararlo. Hacer frente a la idea que te rondó pálida y te sedujo durante toda la noche anterior.

Los sonidos de la habitación estacionada en la espera siempre le causaron ansiedad. ¿Qué es eso que se escucha cuando nadie habla contigo? ¿Existe realmente el silencio, o solo nos lo inventamos para nombrar aquello que nos ensordece? Otra vez la idea le mordió una oreja, despacio, sugestivamente. Puso los brazos alrededor de su cuello fingiendo no ser ella, pero volvió a hablarle al oído como si lo mirara con desprecio y sin embargo... fingiendo, jugando a seducir.

Los minutos pasan tan lentos cuando uno no declara lo que quiere hacer y no puede. Porque por más que su demonio lo invitara a declarar la idea de dejar de existir, la calle se movía más. Empuñar el arma no le daba miedo; era más bien el miedo de quedar ahí lánguido, sin vida, huyendo del sol, de la luz, del día. Dejar un cuerpo vacío, un envase ensangrentado, el humo del primer cigarro, su bata tibia sobre el sillón.

Los recuerdos empezaron a juntarse, uno contra otro, tratando de impedirlo. Le pedían sin palabras que ahuyentara esa idea. Se alineaban para formar imágenes preciosas de días enteros en que las cosas se parecían tanto a la felicidad que lo obligaban a contemplarlos. La brillante ingeniería con que se construyen estos momentos es mágica, mucho más pura que la seducción de una idea vieja como el mundo: las ganas de fugarse al más allá sabiendo que aquí ya no se necesita de nosotros.

Es mejor reconocer la vida en cada rincón del departamento. Y cómo la delicada manera en que el sol se posa sobre las azoteas le va quitando fuerza a esa idea de no vivir que lo rondó toda la noche. El cielo se vuelve más azul frente a él, la calle se mueve cada vez más rápido. Las personas hablan de negocios, de la fruta, del clima, de cómo van los niños en la escuela. Van mezclando voces que hacen eco y perturban el silencio.

Sobre toda esa calle llena de personas, inmerso en su propio pensamiento, miró hacia el infinito. Hacia una cornisa donde, casi desfalleciendo, enraizada en un poco de adobe que asoma entre el concreto, una flor blanca se aferra a la vida. No se suelta. Vive, ríe, escucha, pasa el tiempo conversando con el viento. Se siente feliz de no caer todavía al vacío. Le teme, pero eso no le arruina la existencia. Se asoma para ver el mundo abajo y piensa que vivir sin poder respirar profundamente en una mañana como esa es morirse. Es tragedia.

El arma yace sobre la alfombra en ángulo recto. El último cigarrillo fue apagado hace diez minutos, la ceniza aún tibia. No hay más ruidos que los de la calle.

Todo quedó en silencio.

Hubo un solo sonido: fuerte, seco, definitivo. Al parecer, una detonación.

Ahora la habitación vacía contempla la ventana. Ahí, sobre la cornisa, un hombre levanta esa pequeña flor, la protege y la coloca en un recipiente. Al parecer es el mismo que hace rato empuñaba el arma y que, después de pensarlo mucho, azotó la puerta al salir.

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