De ese tipo de situaciones en las que simplemente lo adoptaste un día porque era huérfano. Más bien, es un vestigio de una antigua relación. Tiene tanta energía: salta y corre entre la cocina y la sala y, en un momento, está de vuelta en mi recámara. De pronto parece tan vivo y, sin embargo, está ansioso. Acechándome, me mira desde un rincón y de pronto salta hacia las cortinas, vuelve a su posición y espera el nuevo turno de saltar.
Es un gato con el pecho blanco y un par de manchas negras divididas por una línea blanca que sube de su nariz a la frente. Y pensar que de entre esas patas sedosas puede sacar garras afiladas y agudas que rasgan todo cuanto encuentra a su paso.
Recuerdo que cuando lo adopté, puse un plato con comida dentro de mi recámara y, al ronronear, hacía gemiditos que parecían de felicidad. Algunas veces hace ruidos raros, como ladriditos. Pienso que cree que es perro. A veces lo sorprendo bebiendo del escusado; otras veces le lanzo algo y me lo trae. He pensado en decirle que es gato, pero ¿para qué? Si es feliz pensando que es perro, ¿qué más da?
Hoy estuve jugando a mover un cable y se sentó lejos porque yo no lo dejaba morder la punta. Entonces dejé todo y tomé un sorbo de mi taza de café. Casi como un relámpago apareció dando tumbos, y es que ha aprendido a distraerme y lograr su objetivo: subir a la alacena y revisar el alimento almacenado.
Cuando me voy, me espera y corre a la ventana. Tal vez me ve irme, tal vez no sabe lo que hace. Lo cierto es que siempre está parado en el balcón cuando yo salgo por la puerta que da a la calle.
Hoy me senté a verlo y acariciarlo. Me parece que es lo único que me queda de otros días, es lo único que me queda de ayer. Al parecer, lo sabe, porque se recuesta en una almohada y me ve tocar la guitarra, escucha cuando estoy sonámbulo por las noches. ¿Sabes? El gato es lo único que me queda. Me ve sentarme a ver la tarde, me ve solo con mi taza de té, me ve recordando que es lo único que me queda, junto al deseo de que vuelvas aquí.
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