Contar historias hace creer que
quien las cuenta tiene que ver con ellas, a mi no me importa de todos modos la
gente me juzga y he aprendido a vivir con el reflector de la presión social, y…
sigo vivo; Creo que nacemos libres, pero
en el transcurso de los años nos vamos atando a todo lo que pasa por nuestra
vida, copiando frases, miradas situaciones, y nos volvemos los seres
melancólicos, viciados, tristes, alegres, perdidos que somos en la edad adulta.
Oí la historia de un alma que entre todos esos momentos se hizo de valor y
cedió al aroma, al sentimiento, al arte a la vida, a la música… cedió entre
tantas cosas que pudo encontrar, entre todos sus viajes y su felicidad, cedió a
una sola mirada de cuencas blancas y piel rosa, aurora imaginaria, cuerpo
blando, escasa soledad. Se inflamó la blanca capsula, el capullo y corrieron
los minutos de toda esa madrugada, Cedió el alma se embadurnó toda en la melaza
de las caricias del cariño robado, de la larga espera de un día a otro por
participar, por ver llegar… Se sentaba
el alma a esperar para ver.. Para ver llegar.
No hubo mucho pero si fue muy
intenso, cada lunes cada viernes, cada minutito que se fue haciendo grande en
su recuerdo, cada labio cada dedo, de ese minuto, la sangre se le hacía pesada
en las venas, la piel ardía, en realidad todo era cuestión de un estado mental
que se fue haciendo real, se imprimió el alma con esa imagen. Mil minutos
volaron, a la vista de todos, se alejó con las manos pegadas a un “no me
olvides” y el corazón corriendo a “una nueva vida”, en minutos, se fue alejando
por esa calleja empedrada, hacia la izquierda de la casa gris, caminó el alma
con el ceño fruncido, la amargura
semiseca ofendiéndole la garganta, caminó duro, a golpe seco sobre el
pavimento, cargo sus penas guardadas en la valija, golpeaba el idioma, dormía
mucho y odiaba el sol, hablaba de otros, buscaba no ser feliz, porque no podía
serlo y en franca rebeldía a la vida fue sobreviviendo a los años con la cara
dura, petrificada por el tiempo que no sonrió.
Siglos después ya no era ajeno el
siempre estar gris, habían sido tantas vidas, muchas otras almas se cruzaron en
su camino, pero sus cargas nunca le dejaron ver un brillo más que el de su
propia sensualidad, y se acomodó, cazó con frecuencia y con mucha habilidad,
habló de sí mismo en sus recuerdos, y se construyó, más bien se cubrió de una
costra rasposa, pedregosa hostil, y fue haciéndose de diversión entre ese lugar
a que estuvo confinado.
Cuando niño supongo que todos se
quitaron una costra, la carne es fresca tierna y herida con una sustancia,
sanguaza o agua con sangre, parecida a la saliva que cubre la herida y se
endurece, como costra justamente. Y pues la historia fue así después de no
sucumbir a miles y miles de sonrisas verticales, de manos delgadas, de
delicadas voces y de tiempos lindos, esa alma se descuidó y una media tarde, en
esa zona, cerca del mar, ahí la zona entre dos aguas, se presentó
sin pensarlo con rizos pequeños y una sonrisa que apenas y se quería
regalar.
Nunca lo dudó, aunque esa
sensación antigua, la falta de aire, el golpe en el estómago, las ganas de reír
por todo, lo tomaron por sorpresa, no cedió, su compromiso era más grande, no
cedió, nunca, no dejaría que otra vez tomaran lo poco de cenizas que le
quedaron, para sufrir la ruptura, el corte, la daga lenta entrando, el adiós profundo, la vida
escurriendo como arena entre las manos.
Vio su piel desnuda bajo esa
costra abierta y despegada, huyó, se disciplinó y se apegó al protocolo, no se
puso en riesgo, volvió a casa y se sentó a olvidar, con mucho trabajo, con toda
la fuerza de voluntad, y … lo logró no sucumbió a ese embadurne de idioteces
que le llaman amor. Sin embargo al final de sus días aun guardaba el beso, la
velocidad del viento, el frio las luces, la vida que se escapó, marchita entre
las sábanas el alma de desquebrajo, como un pétalo quemado, como un pedacito de
nada, seca, sin volumen, sin formas raras, sin cuerpo… marchita sin vida, el alma.
La moraleja no existe.
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