miércoles, 30 de enero de 2013

Dulce, Veneno.

Siempre que se hace una historia, hay que contemplar que necesita un planteamiento: el qué, las bases del conflicto que se ha de contar; un desenlace que atrape al lector… y, en otros modelos, podemos modificar esta estructura.
Básicamente, en esta historia el final es un baño de sangre: la chica se va con el tipo, se casan, viven felices para siempre, y la Bestia vuelve a su estado natural, a la delicadeza de la rabia.

¿Pero por qué hacer una historia así?
Porque sabiendo el final —y que, por un síntoma idiosincrásico, la tipita volverá a su zona de confort (de la que no debió salir jamás)—, se entiende que es un ensayo de la vida. Digamos que es igual que una borrachera inducida: sabes que la cabeza dolerá al final, pero aun así te aventuras, porque… es viernes.

El principio es el de cualquiera: una chica linda que se aburría de ser mojigata, y una Bestia poseída por las letras y el propio alucinógeno de su poesía.
La Bestia es rara, infame, molesta, sexual, instintiva; responde a impulsos con rabia, se increpa, aletea, vuela. Es una Bestia con color de fuego. Su piel y sus escamas han sacudido los cuerpos de sus exparejas en bailes sensuales, donde los colmillos se hincan fuertes en la carne, los tendones y cuerdas del cuello bebiendo sangre, almacenando almas en ese diamante frío y perverso: su alma, que alguna vez tuvo vida.

La mujer jugó con la Bestia. Bailó, dio espectáculo cómico a los miles de comensales que la vieron quedarse con los ojos cafés y profundos de la Bestia.
Sacó de ellos lo que aún quedaba de corazón: un corazón capaz de amar, un alma humilde, viva. Y después, al huir del dolor, solo sirvieron para matar, para nada más que eso.

Pero la Bestia ama. Ama de verdad, como nunca.
Piensa en arañar el cielo por ella, que solo quiere un juego, diversión, vanidad; ella que no conoce a la Bestia y cree que puede acariciar sus alas, verla como su mascota, sonreír estúpida y frívola para beneplácito de su ego.

Es precioso poder decidir, poder buscar la felicidad. Pero la Bestia… ¿quién puede amarla? ¿Es justo embromar sus sentimientos?
Cuando fue demasiado tarde, los sentimientos la ahogaron. Bebió de lo que la mujer le ofreció para saciar su concupiscente malestar —o su monótona costumbre, yo qué sé, yo solo lo redacto en este cuento—.

La Bestia aullaba de dolor, y la dama reía pícaramente.
Fue el amor en la vida de la Bestia, el amor que se alejó, la mentira más dulce.

No se culpa a nadie por sentirse grande tocando el peligro, porque parece que la Bestia no siente. Al fin y al cabo, es una bestia.

Pero, sin embargo, duele.
Desgarrada en sus entrañas, yace lamiéndose las heridas.

La historia tiene fin en el principio:
la Bestia, al fondo, moribunda;
esa pinche bestia horrible que, al parecer de la mujer que sonreía, no sentía nada.

Le dio de beber su dulce veneno.
Veneno dulce.
Dulce veneno.
Veneno y Dulce.
Nada dulce: solo veneno.
Veneno. Veneno. Veneno

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