miércoles, 27 de abril de 2011

Morín

Voy cayendo, y detenerme me cuesta tanto, voy dejando un halo de mi espesa penumbra, corregida, diluida. La condición humana es tan ridícula, torpe y aferrada a ver lo intangible y a comprobar que existe lo incomprobable, corrupta y trágica condición, y sin embargo …me separo del ego, me separo del yo biográfico, me separo de todo, me separo para ver, como entre una cortina de escrúpulos, me separo y veo, me separo para ver entre lo que no debes ver y sin embargo, quieres ver … decía Morín que El mundo se moverá en una dirección ética, sólo si queremos ir en esa dirección, ¿Qué hay si no queremos?, ¿Qué hay con imaginarte sin ropa?, seguro esa no es la dirección, y sin embargo has de poder revivir mi cansada emoción, el aire intacto, 220 kilos de fuerza axial hacia un solo punto, media libra de labios desde los talones a la espalda baja, y Morín puede esperar espiando desde la cerradura.

20 minutos de pensar en esto y ya tengo para otros 2 textos, ¿sucede o no sucede?, quien sabe, necesito otros 20 minutos entre la cabecera y bajo la lámpara, para pensar en lo imperfecto que es el perfecto aroma de humedad de la espina dorsal... de quien sea. Cierra esa puerta, y calla el pensamiento, pero ¿no habías pensado en?… que me pase o que te pase… que nos pase juntos.

domingo, 24 de abril de 2011

Trascendere et ese


Mediante este ensayo, quien redacta, pretende plantear algunas preguntas y paradigmas acerca de la trascendencia del artista, y de cómo, este es un asunto más profundo y de plano existencial, que va más allá de los objetivos de la vida de cualquier ser humano normal, lo cual no eleva al creador artístico un plano de mayor o menor valor, sino que constituye un sufrimiento que no todas las personas entienden, o que no son parte de sus objetivos de vida o que no han experimentado aún.

Los seres humanos buscamos, todo el tiempo, estamos inmersos en un mundo de tecnología, la comunicación nos acerca cada vez mas unos a otros, nos pone juntos, nos lleva a lugares y nos trae otras realidades, estamos tan unidos que de pronto quedamos sin espacio, uno a uno sin características diferentes porque poseemos los mismos medios que nos acercan a la misma información, dejamos de ser individuos para ser granos de arena en una gran masa, somos insignificantes dentro de una gran muchedumbre que nos hace significar, entonces ¿Cómo podemos ser diferentes?... En los formatos de las solicitudes de empleo se lee “Propósito en la vida”, y las personas escriben cosas que en general no parecen tan disparatadas, pero la última vez que un servidor, llenó uno de estos formatos, viene a la mente que escribió: “Trascender”, y la psicóloga hizo todo un alboroto por lo descrito, y los argumentos que la encargada de recursos humanos planteó, fueron las dudas vulgares de las personas, a las que hacer cada día mejor mi trabajo, les constituye una respuesta perfecta… Perfecta para el empleado, para quien no necesita más que un lugar en la fila y vivir el resto de su vida cuidando su trabajo; para quien crea, ese tipo de respuestas suenan tan huecas y absurdas; ver el mundo y ampliar la opinión serían una de las respuestas perfectas, pero no para lo que las instituciones buscan, ¿Quién quiere un empleado que piense? ó ¿Qué aspire a algo en la vida?, y mucho menos quien aspire a trascender; esa justamente es una idea que para muchos parece provenir de un ego enorme, pero en cambio es producto de un alma sufrida, que ve en la existencia un dilema, y que busca en su vida un significado, mas allá de lo material o lo pasajero, teniendo en poca estima los estándares del común y vulgar denominador. Trascender, esa es la idea que seduce hoy, lograr algo sublime digno de recordar algo que ponga al ser humano común, fuera de la masa y lo eleve; trascender, esas es la lucha de muchos humanos, y de este servidor también; trascender a como dé lugar hacer música, escribir, crear… Y aunque estando tan unidos los unos a otros, personas de este mundo, permita al creador no ser igual y distinguirse por ser excepcional. Trascender es la única idea que obsesiona, trascender es lo único, trascender es lo primero al despertarse y lo ultimo al dormir, sin trascender los hombres no existen, sin trascender los hombres son solo luces fugaces en un cielo esplendoroso y lleno de luz.

Y aunque las ideas son las que los hacen inmortales, este mundo, el de los mortales y el de los siempre-vivos, está separado uno del otro por ideas, por un mar de ideas del cual, los inconformes se aferran, y las apropian y crean con sueños vivos, el mundo de los que nunca mueren, el mundo de los que alcanzan la gloria por sus actos sublimes o heroicos.

Trascender hace al humano inmortal, ¿Qué buscan los creadores con las obras que hacen?, ¿a que dedica el tiempo el compositor?, a nada según la norma social, a la bohemia, a vivir de noche y dormir de día, a ser improductivo para la sociedad, y el ser productivo o no serlo es también motivo de muchos escritos, que en otro momento trataremos...Trascender, es lograr que todos se fijen en ese pequeño grano de arena dentro de esta gran colectividad, trascender, es no dormir, buscar la perfección que nunca existirá en una obra, porque para quien pretende trascender, no existe perfección, el artista que pretende trascender es un eterno inconforme, se critica a sí mismo y sufre de veras por no encontrar la obra máxima, se destruye, y nunca le basta nada, trascender significa no encontrar y seguir buscando, aprender y sentirse ignórate, seguir aprendiendo, más y más.

Sostenemos que todos los hombres son iguales, pero aquí se plantea esta paradoja, de no ser igual siendo igual, es decir, amén de ser fisiológicamente igual, no ser igual intelectual, moral o espiritualmente, y platea muchas más contradicciones, ¿se puede ser diferente a otro ser humano? Es decir, el ser que trasciende ¿era de una naturaleza diferente entonces?, ¿antes de trascender ya tenía una genética que lo distinguía?. La mente humana es desconocida, y el deseo por llegar lejos hace que las mentes hambrientas de gloria despierten, entonces ¿se es igual o no? Quizás fisiológicamente si se es igual al resto, pero ¿Qué hace distinguir a uno de otro ser humano? Es aquí donde el autor para y describe todas las ideas que tiene al respecto, porque en efecto las mentes más brillantes han trascendido por sus actos, por lo sublime o terrible, y la historia y la humanidad los juzga, pero también sostiene que una mente y un espíritu es diferente uno de otro, una mente perturbada puede trascender con actos escalofriantes, y que clínicamente se puede comprobar un funcionamiento distinto de esa mente al de otras. Nuevamente el autor para y piensa ¿Un creador tiene una disfunción mental que le permite crear?...cuando mencionamos “actos sublimes”, relacionamos gloria, actos supremamente buenos, pero una obra artística, es también un acto sublime, sublime es pues un poema hermoso, o una sinfonía, o una escultura, ¿Quién dice entonces la fórmula para trascender?, cuánto debe escribir este aprendiz de poeta maldito para trascender?, seguir viviendo inconforme y apto para renovarse, te vincula a la trascendencia, no pares la necedad del artista es una de sus virtudes más grandes, el odiar la obra creada, en espera de una mejor que está por venir, constituye el motor de la trascendencia.

El titulo de este ensayo está en latín, y quiere decir “trascender para existir”, al parecer, para el creador artístico, no existe la existencia sin trascendencia, por lo cual una de las más poderosas razones para crear es la trascendencia de la obra, en la que la persona pasa a un segundo plano, se vuelve más importante la obra del creador, que lo que sea su vida, sus relaciones, su vida nocturna, lo que lo hizo ser quien es, es pues menos importante la historia de vida del creador que su obra; aunque la historia de vida resulta ser parte del motor que hace que el creador refleje la realidad dentro de su obra, una contradicción importante. ¿Por qué el valor lo tiene la obra y no quien la crea?, bien Fernando Pessoa, sostiene que una obra de arte es una invención con valor. Si no fuere invención, el valor pertenecerá a quien la inventó, pero esté valor no es utilitario, sino de contemplación o de deleite estético, es diferente a un invento utilitario o que tiene valor como una herramienta, o un objeto una cama, una silla, en las que su valor radica en su funcionalidad; la obra artística, el escrito, la carta, la frase o la sinfonía, están ligadas íntimamente a un deleite estético del ser, el valor entonces radica en las emociones que se puedan conectar, y que quien contempla la obra pueda experimentar durante esa contemplación. Esa contemplación y que una colectividad tome como referente a la obra, hace que trascienda la obra y el nombre de quien la creo, duro golpe al ego de cualquier creador.

Ahora bien, el creador ¿podrá estar inconforme en que la obra trascienda y no su persona en sí?, ese sueño de trascendencia entonces jamás se logrará, ya que el creador no es más que eso, un creador y al final no trasciende, más que sus hechos, es solo la vía la mente que ideo la obra, y entorno a ella, se presentarán los aduladores, y las mentes que rengueando salen de las salas por qué no comprenden un concierto de jazz, o los peores y abominables que se quedan pero tampoco están intelectualmente preparados para entenderlo, o existen los que más disgustan, aquellos falsos que se ponen en el camino del arte porque les resulta un negocio o una carrera, que ensayan y ensayan horas y horas, porque creen que la fórmula del encierro conduce al éxito, pero que se apegan a las reglas y que en muchos de los casos no crean nada, reproducen de maravilla o interpretan, pero en esa falsedad, la mediocre manera de colocarse a sí mismos dentro de una elite, los pone ahí, como figuritas de porcelana, dispuestas a envejecer en el librero en el que se les coloque, nada más inútil que esos falsos, que el cielo se apiade de ellos, porque no trascenderán, es más están destinados al olvido desde el vientre de sus madres.

La imagen del hombre de familia, contento cubierto de barba y de risa, les está negada a los seres artistas, buscadores de la trascendencia, el lugar en la fila, el volverse sedentarios, mata al alma, porque el ser humano que quiera trascender se dedicará en cuerpo y alma a eso, a buscarse y a nunca encontrarse, y desgraciadamente la vida del ser humano común atrapa, y llena de objetivos falsos, como el dinero, que no importa. No hay dinero o bienes que importen si no se pueden compartir, quien quiere trascender sabe que los bienes materiales van de un lado a otro y que forman parte de un sistema, al cual no se pertenece, un creador puede vivir muchos años de la remuneración de sus obras, pero ese nunca será el objetivo, el objetivo será siempre trascender, pasar entre épocas, escapársele a la muerte, pasar de largo al tiempo y al espacio y llegar a donde no se ha ido jamás. Es así que la trascendencia significa soledad, el artista es un ser olvidado que solo será recordado al trascender y que será conocido por muchos pero no conocerá a nadie de ellos, que participará en conversaciones o en fiestas o en reuniones, formara parte de galas y recibirá galardones, pero probablemente no asista a muchos de esos eventos, que morirá solo y olvidado, solamente sobrevivirán sus obras, porque para los seres que pretenden trascender, la soledad, el silencio, la muerte, la tristeza de perder todo, por ganar la gloria son las únicas cosas reales y que los siguen a diario. EHRC

Tu nombre.

Voy a hablar con honestidad, porque de todo lo que he dicho ya, es lo único que me queda, ser honesto, y se puede ser honesto y a la vez perder la compostura, pero de eso ya muchos años, muchas noches, días, semanas, mucha gente, así que la compostura no me importa, más bien la honestidad; de los nombres el que me más me gusta es el tuyo, porque es tuyo. Aunque a veces la vida no sea como lo pensé, o no corresponda a lo planeado, o no tenga que ver con lo que soñaba cuando era más niño; hay algo de ti que ha estado tanto tiempo en suspenso, y aunque hoy no tengo inspiración, en lo que me queda, en lo que pude reservarme estos días en los que estuve llenando mi alforja de ideas para compartir, está bien claro eso, me gusta tu nombre no porque seas perfecta, no porque seas ni siquiera amable, me gusta tu nombre porque es tuyo; no porque no seas complicada, es más creo que huir de ti es lo más indicado, pero me gusta tu nombre porque es tuyo, me gusta por las cosas que veo, que escucho, que pienso, cuando digo tu nombre.

martes, 19 de abril de 2011

Madrugadas

Alguien me preguntó porque hablo tanto de las madrugadas, o porque a mí me sucede todo en la madrugada, no sé qué decir, o no le quise contestar; pero las madrugadas son enormes, tan silenciosas que parece que ofrecen aventuras, tan frías, tan agolpadas. Son pues las madrugadas el lugar en el que vivo, la parte del día que disfruto, y por su naturaleza salvaje, el lugar donde todo sucede, pero todo queda guardado.

Al parecer ayer no llegue a la madrugada que me tocaba, pero la otra noche, ah la otra noche la madrugada me ofreció una espectacular escena bajo una sábanas moradas, que hoy volví a ver, todo estaba ahí, fue mi madrugada, y estuve en cada parte de la habitación rompiendo el silencio con “gargantazos”, con “mediosgruñidos”, esa madrugada fue mía, y claro de ella son todas mis madrugadas.

Alguien me preguntó porque hablo tanto de las madrugadas, o porque a mí me sucede todo en la madrugada, no sé qué decir, o no le quise contestar; pero en las madrugadas, la veo en cada parte de mi, pruebo en cada lugar del cuello; en las madrugadas me acuerdo que si no es con ella… en las madrugadas sucede lo más fantástico, lo mas frenético, lo más inverosímil, en las madrugadas recojo historias.

viernes, 15 de abril de 2011

Vagando

¿Cuantas veces he mencionado tus pies desnudos en una canción?... ¡miles!, tengo un fetiche contigo, tengo varios con tus manos , con tu piel, con las veces que te acercas y no dices nada solo te me cuelas por debajo de la camisa, vienes a mi como mi amiga, como el mejor de los regalos…desnuda.

Quien sabe cuantas veces he podido amanecer contigo, o si todas las veces sean sueños eróticos, de las perversiones que me pasan en la mente cuando siento que estas conmigo. He visto tantas cosas, y lo único que tengo para que queden registradas es esta inutilidad para guardarme secretos, estas ganas de que todos sepan que duermo contigo, escribirte, porque no tengo más, escribirte, mía.

Viernes, 6:45 p.m.

Cerré las ventanas que un día, estuvieron tan abiertas y tan llenas de sol; hace tanto tiempo que el mundo, este mundo, mi mundo ya era obscuro, nunca me di cuenta de como se llenó de tonos grises, de hojarasca, de ramas entre las paredes y los muebles, entre las sillas; la vajilla, los lugares servidos, los cubiertos, y el mantel manchado; hace un rato que encontré vestigios de una fiesta hermosa, momentos que sucedieron hace mucho tiempo, cuando los chorros de luz que yo veía en sus ojos me daban mucha fuerza para continuar. Sobre esa mesa, aun quedaban platos con restos de comida a medio podrir, copas quebradas con un caldo sucio y mal oliente, otros mas, almacenaban agua de lluvia y mugre. La visión de esta escena, me trae a la mente imágenes, me recordó la manera en la que una noche la vi, de espaldas a la luna, un gemido, besos en ese hotel barato, y también otros momentos, miradas que no volvieron a ser.

De pronto, en otro recuerdo me vi con mucho dolor, me vi en la escena temiendo perderla, cuando sabia que tenia muchos días que la había perdido, bajo una cintura temblorosa y excitada, bajo un par de piernas detestables, y con todo el rencor incontenible comencé a desear que cayeran muertos ambos, entonces rompí con la visión patética de ese mundo; esa mañana me quede parado, inmóvil, estuve viendo el mar mucho tiempo, absorto ante mi sombra, con ganas de reventar en llanto...pero no lo hice; se supone que a esa edad, y a ningún otra, el dolor debería alcanzarte de esta manera y dejarte tan impotente, tan desprotegido; para ese momento el que deseaba caer muerto era yo. Aun siento la arena bajo mis pies, aun oigo su voz, sus burlas y su cara pálida maquillada de resaca, admitiendo la verdad.

Ahí sobre la arena, pasé muchos minutos esperando, admitiendo, odiando, y nunca sucedió nada; porque nada sucede en este lado del hemisferio, nada excepto ese día, nada excepto la madrugada anterior, nada excepto el dolor, las lagrimas que queman los ojos, la vida, los amigos, su olor a desilusión, y las heridas por la espalda, ¿Porque que nunca lloré? porque esperaba, esperé hasta que el ultimo de sus retratos cayó, espere un tiempo, tiempos, y la mitad del tiempo; Y oí una voz al fondo de toda esa situación, la voz venia desde el otro lado del mar donde se une la bóveda celeste con el agua, esa voz, no dejaba de murmurarme, obligándome a salir de mi trance, y regresar a la orilla, trate de enfocarme mucho, hasta que pude entender que me decía, "se fuerte muchachito, se muy fuerte, y no dejes que te vean llorar, y de ahora en adelante no dejes que nadie piense que eres debil"...y no dejes que te vean llorar, y de ahora en adelante no dejes que nadie piense que eres debil"...y nunca dejes que piensen que eres débil”… Hoy que lo pienso, el mensaje no era para mi, era para un muchachito que no sabia que es el dolor, pero ya lo sabe, era un mensaje para el día viernes.

Ese mensaje me golpeó y desmayé por horas, viví las noches con insomnio y los días a medio despertar, no hay tumbas para vivos, pero debería haber guías que te liberen el alma cuando no regresa y se queda a medio cuerpo, porque caminas con la mente en otra parte; Yo en cambio que me dedico a escribir y sublimar mi experiencias, tardes, días, noches enteras de tequila y pastillas para dormir, hasta que caí en cama, no dormir y no comer te hacen valorar lo que es la vida y lo que significan las cosas, adicto al desamor, me até a un recuerdo de ella, y seguí sumido en furia, escribiendo de día y tocando en un bar por la noche, termine mi primer libro; así también encontré muchas manos descalzas, muchos torsos desnudos, muchos pechos, muchos labios, aprendí a distinguir sonrisas verticales perfectas, esperando cada vez que me hicieran sentirme libre de ella, pero también la buscaba, por lo menos en la obscuridad, deseaba que esa vez, tuvieran su voz y me frustraba la mañana siguiente, porque el encanto termina al amanecer.

Pase de victima a victimario en cuestión de minutos, patrocinado por mi suerte de escritor primerizo y músico bohemio; por esos días me dejó de importar la persona en turno, solo era yo y mi dolor.

Una mañana que un extraño cantaba un tema sobre el sueño de alguien más, todos mis sueños, también terminaron de caer, yo el ingenuo, caí en mi cama con unas ganas rotas ya compuestas, y vi unos ojos diferentes, un cabello rizado que con el viento y el agua fría tenían una sensación distinta.

Ese y otros días, fueron recuperando el tono, y la luz entro no porque nadie lo pidiera, sino porque si, porque era tiempo, porque otra voz diferente, libre de todos esos idiomas inentendibles me pidió una canción. Fue en ese momento que volví del dolor, el mensaje, estos nuevos ojos, y mi vida me ayudaron a entender, fue cuando comprendí que a ella, la que yo buscaba, la que se marchó, disfrutaba regalarse así, que era su finalidad, pero el día viernes, no necesitaba dolor, ni siquiera lo comprendía, “no llores muchacho, se muy fuerte”, me lo grite a mi mismo y al mar.

Estos días, le he encontrado un sabor mejor al jugo de naranja, a la gelatinas, al the de limón que deje de tomar hace mucho y a tiempo, huele bien y puedo volver a disfrutarlo; Anoche, justo pase por esa calle, y no sentí lo mismo, tuve fuerzas además para ir hasta el mismo hotel, rentar la misma habitación, y nada me detuvo, volví a casa dos días después, ya pude abrir las ventanas, temía que algo de mi se hubiese perdido, que todo ese mundo del que pude finalmente escapar, me hubiera destruido, pero pude volver a esta estancia, volví a ver todo el desorden, la vajilla regada por la mesa, las sillas movidas de su lugar, el mantel, las plantas, los olores, era la misma escena rota del principio, ante mi el mismo cuadro gris la misma añoranza de un pasado mejor, pero esta vez que vuelvo a ese lugar, sus ojos no me dijeron nada, sus aspavientos y la manera en la que oculta lo que piensa ya me dejaron de fascinar, el color de los dedos de sus pies, ya no es el mismo, toda ella se ennegreció, el sol la hizo morena, paso de un hermoso amarillo pálido a un despreciable ocre putrefacto, y ante esta escena me pregunto si esa mariposa fútil en la que se convirtió entiende algo, me pregunto además si dentro de esa coraza fría, su mascara sangra por sobre las cuencas de los ojos vacios, ¿tendrá alma?, dejó de ser un ángel de sonrisas para convertirse en ese demonio que destruyó todo lo que cabía dentro el día viernes a las 6:45, ese minuto ya no existe, lo consumió ella con su soberbia, y lo consumieron sus pecados a escondidas.

Se que ese minuto no existe, porque ayer hice la prueba, espere a que dieran 6:44, seguí viendo las manecillas, observando cualquier alteración, atento, no quise parpadear para no perderme nada; cuando el reloj dio la vuelta completa al llegar al doce… nada, las 6:46, busque desesperado, ¿dónde está ese minuto?, revolví el escritorio, y trate de buscarlo entre mis cuadernos; no está, mi minuto, el viernes a las 6:45 no existe, sus ojitos negros y muy redondos, su cabello claro y lacio, no existe mas ¡¿Donde?!, y volví a estar triste, mis minutos, los demás, de los otros días, no son como ese, no pesan los 450 gramos, no dicen lo mismo, no me lloran, no me piden un refrigerio para la escuela, no me fascinan como mi minuto, mi viernes a las 6:45.

martes, 12 de abril de 2011

yace boca abajo...

Yace boca abajo, entre un libro y la pared; parece que el sol no le molesta, pero se ha tapado los ojos para no voltear a vernos.

Hoy que llovía menciono que mis miradas son tristes,- ¿Qué piensas?- me dijo, - no sé ¿en ti?... - contesté, y se quedó inmóvil, se quedo ahí viendo a la pared, fija en su lugar; yo me fui varias horas.

En ese momento no se puso alegre,¿ Cómo sé si se pone alegre?, no sonríe, no se mueve, y vaya que entiendo que esta viva, porque aun no se marchita del todo, pero lo demás solo lo supongo, de algo sirve que le hable, creo. Yo se que hay un lugar entre el alma y el pecho, en las entrañas donde si rosas delicadamente con el pétalo de una palabra a una mujer puedes hacer que alcance el éxtasis ¿te han tocado así?, quien sabe, pero ayer la regalé y volví sin esperanza, y sin la flor que estuve cuidando y que adornaba mi escritorio.

lunes, 11 de abril de 2011

la historia del Hipopótamo

Muy de mañana el hipopótamo se levantó, triste, tal vez aburrido de ser él, y se miró al espejo, poco a poco, se convenció a sí mismo, que debía cambiar su aspecto; tomó la pintura blanca y se la vació en el cuerpo, con cuidado de que no le entrara en los ojos. Luego de que secó la pintura, se hizo líneas negras con una brocha delgada, y cuando hubo terminado se acomodo el cabello –“ahí está, una ¡cebra“.

Salió de casa, cruzó todo su barrio maquillado como cebra, ante la mirada desconcertada de los vecinos y los animales que se encontraban en la calle, y se fue a parar junto a todas las cebras, que lo observaron un momento, y luego continuaron comiendo hierba; el hipo, jugó a retozar en el campo y comió hierbas también, trató de platicar elocuentemente con ellas, y se esmeró porque la pintura no se le escurriera con el sudor. Al final del día regreso a casa más decepcionado de lo que se levantó: “No puede ser” pensó, y comenzó a desmaquillarse, obviamente no era una cebra, así que se fue a dormir muy enojado.

A la mañana siguiente, repitió la operación, pero con pintura amarilla y motas café tenue, y se fue a parar junto a las jirafas. Está vez, observo sus juegos, escuchó todos los temas de los que platicaban, pero la decepción en la noche fue peor, no solo no pudo comer, porque las jirafas solo comían de las hojas más altas, sino que nadie entendía su idioma, y una vez más se fue a dormir frustrado y enojado.

Durante toda esa semana probó con diferentes pelucas y maquillajes para ser león, impala, tigre, elefante… todas las veces con resultados igual de decepcionantes, y aunque estudiaba en los almanaques el comportamiento y la naturaleza de los animales, nunca pudo ser uno de ellos, por más detallado que era su disfraz. Así que el domingo por la mañana se levanto temprano y se fue al estanque, metió las patas delanteras y después fue entrando lentamente hasta quedar sumergido, otros animales muy parecidos a él, retozaban en el estanque y se bañaban contentos, porque el día era muy lindo. El hipo no vio mal en acercárseles, jugó a mojar a todos y a refrescarse, platicó de muchos temas comunes y de preocupaciones reales del mundo de los hipopótamos. Al final del día se miró al espejo mientras se lavaba los dientes –“vaya sorpresa, soy un hipopótamo”.

domingo, 10 de abril de 2011

¿Qué quieres ser, cuando seas grande?

¿Qué quieres ser cuando seas grande?

¡Un pez! - contestó la niña que se sienta delante de Emilio

Un momento de silencio y luego toda la clase se rió, los niños se rieron, pero sin entender, no era gracioso, era más bien extraño, ¡un pez!, todos los niños quieren ser policías, doctores, arquitectos, incluso en el sueño más raro, sobre su futuro los niños quieren ser Robocop, o Superman, o las tortugas ninja, pero, ¿un pez? Nadie quiere ser un pez, bueno, esa niña quería ser pez.

¿Por qué un pez? – preguntó Emilio, mientras la niña estaba de espaldas en la banquita del patio de la escuela.

Sin inmutarse y con muchísima calma, como si Emilio no se hubiera sentado junto a ella, tomó su botecito de agua lo destapó, tomo un poco, hizo una pausa y contestó:

Los peces son siempre lindos, esperan con los ojos bien abiertos, suspendidos, sobre piedrecitas de colores, no hacen nada más, solo esperan.

¿Qué esperan? – preguntó Emilio sin voltear, mientras jugaba con un popote haciéndolo pasar por los espacios de la banca de metal.

Esperan- contestó ella- Esperan la noche, esperan la comida, esperan el cambio de agua, me esperan a mi; no debo regañarlos, ni retarlos, ni hay peleas, sólo escuchan, aunque parezca que te ignoran; por eso quiero ser pez , quiero ser un pez blanco con escamitas doradas, como aquel que vi en la tienda de animales , la que esta de camino a casa.

Los peces no tienen, papás ¿verdad? – preguntó Emilio

No- Contestó ella- Sólo son felices, eso quiero ser después, cuando crezca, no quiero las cosas horribles que les pasan a los adultos, o las peleas, o que de pronto se odian y se separan, o nunca más se hablan amablemente por que se divorcian, por eso quiero ser pez.

Emilio no dijo nada, siguió sentado con ella un rato, y casi al final de recreo dijo:

¿Quieres ser mi pez cuando seas grande?

Puede ser- contesto ella- ¿Quieres que yo sea tu pez?

Sí, sí quiero– dijo Emilio- un poco cada mañana y un poco más lo martes que ya no estas triste, y mucho cuando sonríes como ahora… espera, yo creo que mucho más cuando te conviertas en pez.

Está bien seré tu pez si consigues una pecera con piedritas de colores.

Bien – contesto él

Bien- dijo ella. Y no hablaron más en toda la semana.

Afuera

Afuera, la luz, el día nublado, el cielo con una pantalla gris, vestidos todos los arboles en escarcha incolora ó blanca y gélida.

-¿Cuándo puedo salir abuela?- pregunta Claudia desde el quicio de la ventana, vestida en un abriguito rojo con cuello de peluche.

-Hoy, ¡no!, tenés fiebre- le contesta la abuela, en acento bien marcado y muy energica. Los ojos grandes de la niña y las pestañas largas se le entrecierran, que triste que mamá la dejara con la abuela, y que triste tener fiebre ese día tan lindo, “¡que divertido sería correr por ahí!, llegar al pozo y trepar un árbol, que divertido sería, ¡pero, no!, la vieja está en la cocina, y una, con fiebre” piensa Claudia, y baja de la ventana, corre hasta su cuarto haciendo toda clase de ruidos para que la abuela sepa que está enojada, entra en la habitación y toma una almohada y se tiende en su cama, yace un rato inmóvil, como esos leones enjaulados que uno ve en los zoológicos.

La abuela entra y le acaricia el cabello, se sienta junto a ella y exclama: “No puedes porque hace frío, nenita, toma te traje algo” - le dice mientras le entrega un plato- “¿Duraznos?, ¿qué hago yo, con dos Duraznos”- exclama la niña con carita de enfado - “Comerlas” – le contesta la abuela y sale de la habitación.

“Duraznos, ¡pero qué insulto!, como hago para entretenerme con duraznos”, Y se pone un durazno y da una mordida con furia, de pronto entre el bello color amarillo pastel y la jugosa carne de la fruta, se asoma un hueso, el hueso de durazno, y la niña espera sentada a que algo mas pase; y vacilando entre el escritorio de su cuarto y la ventana donde todavía todo el paisaje la llama a salir, encuentra otra vez el durazno mordido y observa detenidamente y de cerca, más cerca, tan cerca que las fibras de la fruta resaltan, una a una como surcos, como un tejido, y de tan cerca, puede ver el nacimiento de cada una de las fibras, de entre el hueso, y observa mas, observa que entre los surcos del hueso hay un laberinto, un pequeño juego de recamaras y pasillos, y ahí va el pequeñísimo Teseo recorriendo entre cada recamara y escalando mas allá, de un lado a otro, ¡oh! No hay salida , pobre guerrero, sigue escalando ¡ah! , ¡Un túnel!, el pequeñísimo guerrero entra en el túnel y al final exhalando fuego como una bestia terrible dentro del laberinto…el Minotauro, La batalla final uno a otro se golpean, el pequieñisimo héroe con su espada da tumbos sobre las paredes caprichosas del laberinto, se detiene para no caer al vacío, y el Minotauro golpea la espada, triste final para Teseo, pero esperen, de entre sus ropas una daga que atraviesa el corazón, el mounstro está derrotado, y con este hecho, la victoria.

Claudia duerme, su abuela viene a verla dormida en la mesa, sosteniendo un durazno a medio comer; la pone en la cama la arropa y apaga la luz al salir.

Esperanza

Muchas de las acciones que tomamos como seres humanos, sean positivas o negativas, no definen nuestra persona. En general, actuamos tomando ventaja de la situación e hiriendo a alguien, y de pronto, al siguiente día, y en consecuencia, actuamos de manera magnánima dando a manos llenas. Por estos días estoy reflexivo y pienso que este vaivén de actitudes hacia los demás se compensan unas a otras, crean el balance que nos mantiene existiendo como personas íntegras. Aunque la integridad también es un concepto interesante: cuando de pronto manifiestas un alto sentido del deber, honor o justicia en un asunto que, desde varias perspectivas, no resulta tan importante, y al siguiente momento te inclinas totalmente, con tal flexibilidad, ante un asunto de mayor peso o significancia.

Esta filigrana de recovecos y caprichos en nuestra naturaleza me hace pensar que todas las personas son inconsistentes, faltas de palabra e impredecibles como un mar en calma, pero al mismo tiempo confiables y predecibles. Somos la prueba del orden y el caos dentro del perímetro de nuestra piel. Un manojo de sensaciones y paradigmas asociados a nuestra historia de vida nos hace actuar dentro de un patrón que nos vuelve totalmente diferentes unos de otros. En esta gama de posibilidades, las personas actúan como personas, es decir, que es imposible predecir nada. Esos pecados mortales e inconfesables dan paso a actos sublimes y heroicos.

En la vida que tuve que sufrir o disfrutar de momento, parece que la tesis anterior aplica perfecta en muchos momentos que pertenecieron a mi historia, y en las catástrofes que se provocaron derivadas de reacciones fundamentadas en esa tesis.

No tendría este servidor más de cinco años cuando una mañana, sin ninguna provocación, mientras jugaba en el patio de la escuela, le di un empellón a un pequeño niño que caminaba hacia el prado. ¿Por qué sucedió así? No lo entiendo y no dejo de avergonzarme. Pero destruir está en nuestra naturaleza, vaga por nuestros caprichos y viaja a través del torrente sanguíneo, llega a cada extremidad obligando a... destruir.

En consecuencia, la terrible sensación del autor del crimen ante su obra nos hace actuar de manera magnánima una y otra vez. Al parecer, ese primer hecho cruel me trajo a situaciones donde tuve que ser torturado, humillado y puesto en evidencia. Y por cada vez, en consecuencia, desquitaba mi enojo con la vida, aunque no fuese de manera consciente.

La parroquia principal de mi ciudad natal tiene una larga fila de bancas, y el pasillo que se forma debajo de las bancas vacías resulta el lugar más divertido al que puede asistir un niño cuando va a la iglesia. Mis padres formaban parte de un cuarteto de voces que hacían cantos gregorianos y misterios. Yo tenía que acompañarlos a los ensayos cada miércoles a partir de las cuatro de la tarde.

En el cuarteto había un niño de más o menos doce años, rubio y rosado, que hacía voces primeras y solos en los cantos. Prodigio para todos los que le oían cantar. "Una voz angelical", decían los demás. Pero gozaba torturando a los demás niños y me miraba con desprecio por jugar entre los corredores de la iglesia.

Esa tarde en específico, tal vez del mes de julio, una figurita débil y curiosa interrumpió el chorro de luz que nos llegaba desde el pórtico abierto de par en par y entró durante el ensayo. Era un niño sucio, con el cabello enmarañado y las rodillas llenas de manchas. La llovizna lo había llevado cerca de las paredes del recinto para resguardarse, y la curiosidad lo hizo irrumpir. Sin ningún permiso, caminó directo a la primera banca donde nuestro prodigio cantor se encontraba sentado presenciando el ensayo, con un traje negro y el cabello muy enlaciado y húmedo.

El pequeño callejero se sentó en la orilla, lo cual enfadó sobremanera al cantante, que lo miró mal de tal forma que si hubiese tenido un cuchillo se lo hubiera clavado en el corazón por irrumpir en el ensayo. El enfado le hizo dar la vuelta a la banca y pedirle, de forma no muy amable, que se largara porque apestaba, porque estaba sucio. El pequeño indigente, sin entender muy bien la situación, lo miró angustiado como quien desconoce el idioma en el que se le está hablando.

—¡Ya vete, estás sucio! —dijo el rubio cantor en un tono imperativo y agresivo que hizo que el pequeño saliera disparado de la banca.

Mi reacción inesperada fue decirle: "No estás sucio". Y no me refería a su aspecto. En realidad, ahora y con los años, me refería a su alma, a su actitud, a su persona.

¿No resulta benigno este acto? ¿Qué puede hacernos buenos o malos? ¿Qué define nuestra naturaleza? Mientras alguien tenga que arrepentirse y la vida lo deje sublimarse en un acto, este mundo, creo yo, tiene esperanza.

El bar

Dos cuadras antes de llegar al bar, una sombra anda por el camino, entre casuchas de adobe y edificios semirrepillados. Las luces, apenas tenues, no le permiten ver quién está en la entrada. Mientras tanto, al otro lado del pueblito, un aire frío recorre todas las calles, se cuela entre los pórticos y las ventanas con cortinas que apenas dejan entrever las figuras de madres recostando a sus hijos a la luz de una vela: personajes boca arriba que al otro día volverán a las labores.

El frío pasa por cada puerta y cada rendija, husmeando, dejando helada cada reja. Corre y busca entre los árboles y la fuente; recorre cada centímetro de las calles como si observara, como si esperara encontrar algo. Sin querer, halla al hombrecillo ebrio tirado en la plaza principal. El pobre, al sentir el viento y su presencia agreste, abre las cobijas y lo recibe en el pecho, dejando salir su alma con el último aliento.

El frío, aún insatisfecho, sigue buscando entre callejas, rozando esquinas de adobe y protecciones metálicas, deshojando las jacarandas a su paso. Luego, en medio de la calle, como en vista panorámica, lo ve. Se le acerca veloz, susurra algo en su nuca.

Él camina despacio, pone sus pies anchos y cansados sobre el polvo, golpea el suelo lenta y pesadamente. La idea —precisa pero todavía sin revelarse— lo hace caminar más rápido, aunque las grietas de su piel ardan. Tal vez sea la emoción del momento. La idea está dada, está concebida.

Deja el morral al lado, acomoda el sombrero de palma que el uso ha ido destejiendo. Es un hombre cuadrado, sucio después de la faena, con el cabello apelmazado de sudor y polvo.

Al fin entra al bar. La idea que crece en él se ramifica en otras más perversas, y el camino hasta allí ha sido trágicamente más largo que de costumbre. Cruza la puerta principal. Varias almas congregadas en torno a la barra lo ignoran. Se acerca y hace una seña, mientras deja cinco pesos sobre la barra.

El alcohol cae en chorro dentro del vaso, con ese ruido característico que se apaga mientras se llena. Él lo toma con manos ajadas por el tiempo y el trabajo. Dedos toscos, uñas comidas hasta el muñón. Levanta el vaso y mira su reflejo en el espejo del fondo. Apenas se reconoce. La idea vuelve, ensordece su pensamiento.

Mira el salón. Algunos ríen a carcajadas por una broma del tipo tras la barra; otros se hablan encima, escupiendo al hablar, sudados, ebrios. Las botellas chocan unas contra otras. Las risas, el olor a vaselina perfumada de la mujer que pasa pidiendo una copa. Entre las mesas, entre las botellas semivacías y las miradas perdidas, más allá de la rocola y las luces ámbar que iluminan las paredes encaladas, ahí está: el patrón.

Reinando la mesa. Saboreando una cerveza. Viendo a todos desde sus ojos cegados por el poder.

Lo ve. Otra vez la idea maldita. Otra vez el frío que le susurra: hazlo. Que nada va a estar mal. La idea lo seduce, lo obliga, lo lleva más allá.

Como poseído, avanza entre las mesas. Esquiva manos y piernas, rodea la mesa donde el patrón se sienta, meciendo su cuerpo corpulento. Y es ahí: el momento. La idea se concreta. Lleva la mano al morral. Encuentra el objeto. Se lanza.

Un breve forcejeo. El corpulento abandona este mundo y cae, volteando la mesa.

Cegado por la emoción, el otro —el que entró temiendo no poder hacerlo— ahora es un asesino. Empuja a quien intenta detenerlo, lo golpea en el ojo, lo pisa y corre. Olvida el sombrero. Entra al baño, salta una tranca. Algunos salen a buscarlo, pero él corre más.

El frío que antes movía sus entrañas y le susurró la idea tras la nuca, ahora sale de su cuerpo, dejándole solo el miedo y las ganas de no haberse manchado de sangre. Corre por el campo surcado, con los pies cansados y la camisa ensangrentada, mientras la luna lo observa desde un cielo negriazul sin nubes.

Corre más. Pisa los cañaverales quemados. Tropieza, cae, rueda. Se levanta. Persiste. El sudor le chorrea. Ya casi llega. Ve una luz entre la reja de carrizo: el fogón de su casa.

Entra tembloroso. Bebe agua. Observa las sombras: sus hijos, su mujer dormidos. Mira con cuidado cada respiración, cada movimiento involuntario. La cama, la mesa, la ventana entreabierta.

Y en medio de esa quietud, el pensamiento se le aclara:
aunque amanezca, el patrón no volverá a robarles nada

Insectos

Me hacía falta un insecto para llenar mi clasificador, pero en esos días ya no quería poner más escarabajos, porque no son mis insectos favoritos. Así que seguí buscando entre las hojas y el musgo, entre todas las raíces de los árboles que brotaban de la tierra negra y olorosa, y entre las ramitas de los arbustos y las pequeñas hojitas donde siempre encuentro arañas o catarinas.

Y tirado sobre la hojarasca encontré un insecto parecido a las mariposas. Pero al observarlo bien, noté que era diferente, porque tenía dos colas enredadas y alas más grandes. El espécimen estaba completo, pero era una lástima, porque a este tipo de insectos, cuando mueren, las alas se les ponen grises y se rompen. Entonces seguí buscando; debían tener un nido o un lugar donde pudiera encontrar alguno vivo para poner en mi colección.

Seguí buscando, y mientras caminaba y hacía tronar las hojas secas bajo mis pies, fue oscureciendo. De pronto me encontré en la penumbra total, entre la bruma y el bosque, sin rumbo. Caminé hacia cualquier dirección y sentí miedo. Pensé que no podría llegar a casa nunca. Me sentí un objeto extraviado, un soldadito de plástico que se aleja del niño al que pertenece. Por más que volvía los ojos, la soledad y la oscuridad ya me habían atrapado, y no sabía si estaba ciego o si solo era la ausencia de luz la que me tenía preso del pánico.

Caí entre las hojas, entre las ramas secas, las espinas, los aceitillos. Seguí cayendo y grité: grité de miedo, grité de pánico, grité porque estaba perdido en la oscuridad y seguía cayendo. Rodé y me golpeé hasta que dejé de caer, porque fui detenido contra el suelo. ¡Qué golpe! Estuve a punto de llorar.

Cuando me levanté, vi una luz pequeña, tenue y de color casi verde. Era uno de esos insectos, con sus dos colas y sus alas hermosas. Olvidé por completo el ardor del brazo que sangraba y el sudor frío de la frente. Olvidé todo y lo seguí. Había más. Era otro, otros… ¡eran muchos!

Levanté la vista hacia la copa de los árboles, donde millones de esas criaturitas —entre mariposas y luciérnagas— revoloteaban, con miles de luces que salían de sus torsos diminutos, de muchos colores e intensidades: tonos fríos y tonos cálidos, luces tenues e intensas. Revoloteaban, chisporroteaban, iban hacia un lado, hacia la copa de los árboles y hacia mí.

Ya no pude sentir miedo. Me sentí confortado, porque creo que eran hadas… o libélulas raras. Lo cierto es que no tuve corazón para tomar una y atravesarla con un alfiler. No pude poner ninguna en mi colección, porque entre lo que observé y sus vuelos frenéticos y fascinantes, me mostraron el camino a casa.

Volví. Me metí por la ventana porque no me habían levantado el castigo aún: tenía que estar encerrado en mi cuarto. Me acosté y dormí hasta el otro día. Creo que sanaron la herida, porque aunque era muy grande, ya no la vi al despertar la siguiente mañana. No recuerdo más, solo el torrente de insectos revoloteando entre las hojas y los troncos de los árboles. Me recuerdo a mí corriendo a casa, liberado y sin angustias.

No sé cuál es el nombre de esos insectos, pero me gustó llamarlos como ella, porque lo que me hicieron sentir fue igual que lo que siento cuando la veo, aunque sea de lejos, aunque esté en otro grupo y no me mire. Me hicieron sentir lo mismo que cuando va con su uniforme, con su falda de cuadritos arriba de las rodillas y no voltea nunca, porque la trae su papá a la escuela.

sábado, 9 de abril de 2011

Reflexión

De pronto me encuentro en el lugar del que huía, de espaldas a todos. En este momento de reflexión incitada creo entender las decisiones, los ayeres, los largos recorridos, lo que pensé que era el final de un destino manifiesto de la felicidad bendita… pero no fue así. Sufrí tus dolores más profundos, sufrí tu abandono, tu ansiedad, tu añoranza y el amor que te olvidó; tu soledad, tu tristeza, todos tus caprichos frustrados. Sufrí tu amor de amor, tu deseo por otros días, por otras noches, por otros tiempos a los que no pertenezco.

Este momento de reflexión incitada, provocada, lúcida… no puedo más que desear que las cosas vayan bien, que el tiempo invertido —y perdido— en ti no te persiga como a mí; que entre sueños, y al compás de mis recuerdos, nunca despiertes olvidada o herida. Que esos días que fueron tan felices, y en los que fui ciego, con un aire enrarecido entre los discursos de tu lengua sedosa y falsa, y mi credulidad estúpida, queden donde ya no existen: en el color, la vida y todo lo que pensaba de ti.

Piensa en lo bueno, en lo que se puede decir, en lo que tiene un nombre lindo. Piensa en luz, en vida, en lo que ya no puedo pensar, porque te recuerdo.

Del perfume que me dejaste en el cuerpo.

Ay, mi vida… todo mi departamento huele a ti, y me encanta.
Me encanta verte andar descalza por aquí.
Busco un lugar donde estemos tú y yo, sin pesares, sin apuros;
un refugio para amarnos más y de veras,
porque necesito jalar el gatillo y no arrepentirme jamás.
Amarte es dejar de creer que antes de ti no pasó nada.

Hace tiempo que no me sentía así de bien.
Hace tanto que no tenía ganas de poemas, de películas,
de flores, de dulces, de respirar solo si tú lo haces conmigo.
De vivir. De querer.
En esta novela épica y canalla que es mi vida,
he llorado de verdad, he tenido a la muerte junto a mí cada minuto:
pequeña como una moneda en el bolsillo, tintineando desilusión,
haciendo papeles estúpidos, pero siempre cerca,
con sed de mi alma.

Y esta vida se va, y de pronto ya soy más viejo.
Pero me reinvento, renazco… y ahí estás tú,
con tus ojos enormes y hermosos, esperándome,
sin que yo tenga mérito alguno,
solo el argumento torpe de que me pertenecías
desde aquel día en que te conocí.

Te tengo. Te espero.
Me domina el miedo y, sin embargo, te quiero.
Si no digo nada, es porque no quiero herirte.
Si no lloro, es porque no sé hacerlo.
Si no sientes que me duela,
es porque los olvidados sufrimos distinto:
una herida de muerte desde jóvenes,
un amor de amor —pueril, bárbaro—
que nos despedazó y, aun así,
nos devolvió de la tumba.

Yo no dejo de lamer mis heridas en un rincón,
de querer vivir otra vez,
de creer que existe la vida después de la muerte…
y que huele a ese perfume que me dejaste en el cuerpo.

Grítame, mucho,
hasta que me sangren las orejas.
Pidamos que nunca dejes de ser libre.
Pidamos por los olvidados,
por nuestros hijos, por los trovadores,
por la vida, por el mañana,
por el perfume que me dejaste en la piel.

Sigue tarareando esa canción,
esa donde dice que ella es feliz de madrugada.
Sigue, ¡ándale!, chico listo.
Aprovecha la sonrisa que aún tienes.
Aprovecha que has perdido peso con las desveladas
y ganado tantas ideas.
Ya sé que algunas no son brillantes,
y que otras se contradicen,
pero igual las conviertes en escritos tormentosos.

Vive. Conmigo. Así.
Si no puedes dormir o te cuesta levantarte,
podemos decirnos: “gracias, buena suerte y hasta luego”
en cualquier idioma…
¿qué tal en el que yo inventé?
Ese de señas que ya entiendes,
ese con el que hablo sin decir nada
y tú te desesperas oyéndome.

En ese idioma voy a decirte “te quiero”.
En ese idioma voy a pedirte
más perfume como el que me dejaste en el cuerpo.

la alfalfa


Hoy, después de muchos años, el tiempo es uno de mis más grandes fetiches. Me enigma, me posee. El tiempo, la cuarta dimensión. Desde niño creí que existía gracias a él. Permanecer a través del tiempo es una virtud que fui cultivando al aprender y desaprender cosas con el paso de los años, con el paso de la escuela, con el empleo nuevo, con ese personaje que uno encarna cada mañana: resuelto, propositivo, perspicaz. Todo eso que piden en las oficinas para pagarte algo con lo que apenas y sobrevives.

Tal vez perdí el control de mi tiempo. Tal vez pasé tanto tiempo pegado a mi computadora que cuando todos los niños, los nuevos nietos, los hijos, los sobrinos, los tíos y hermanos hablaron entre ellos de sus metas, de lo que el año viejo les dejó y lo que esperan del nuevo, me dije: "Vidal, ya te haces viejo".

Pensando en eso me fui a sentar a un rincón donde los gritos de todos los que jugaban Turista Mundial no me alcanzaran. Y de pronto volví a uno de esos días fríos con olor a juegos, a vacaciones. Esos días en que la ciudad no era tan grande y podía salir a correr con la bicicleta de mi hermana. Todo me llevó a una escena, a la barra de la cocina donde, algún año nuevo, me puse a mirar un montoncito de alfalfa que mi abuela puso sobre un colador.

—¿Para qué es? —le pregunté.

—Para germinados —me contestó mientras le ponía mermelada de zarzamora a un pan y me lo pasaba en una servilleta.

Después, a medida que el año ya no era tan nuevo, me di cuenta de que muy temprano, cada mañana, mi abuela le rociaba apenas un poquito de agua. Me causaba risa.

—Eso no va a crecer nunca —le dije, y me fui a jugar.

Después se me olvidó. Y una noche, ya por febrero, fui a la cocina a tomar agua y me di cuenta de que las cosas se habían puesto diferentes con la alfalfa. No sé si era mi somnolencia, pero parecía que les salían unas hojitas.

—¡Abuela, le salieron unas hojitas! —le grité muy animado por la mañana.

Habían salido hojitas y unos tallos blanquecinos. Después, al pasar de los días, las hojas se fueron levantando por sobre los tallitos.

—He aquí un bello minijardín —dije en voz alta.

Me gustaba observarlo debajo de la luz tímida del sol, de esa luz de las mañanas antes de ir a la escuela. Esas mañanas que saben a café con leche y azúcar del pan.

Encontré una lupa en los cajones de mi mamá y, después de comer y antes de ir a la cama, me la pasaba observando. De algún modo esperaba encontrar algo más interesante que tallos y raíces. Pero como todas las cosas que el tiempo se lleva, mi interés y la novedad se fueron con los días. Tristemente, me había pasado el tiempo por encima y se me comenzó a olvidar ir a visitar mi bosquecito.

Una mañana de sábado —estoy seguro de que era sábado porque me despertó el estruendo armónico de mi mamá aspirando, con la lavadora encendida y gritándole a mi hermana que le pusiera aceite a los huevos—, todavía medio dormido y con el cabello enmarañado, escuché ruidos como los que hacen las hormigas grandes cuando te las acercas al oído. Busqué entre las gavetas el origen del sonido, sobre el lavabo y detrás de la licuadora metálica, y recordé mi bosque.

Ahí, entre los tallos más pequeños que las uñas de mis meñiques, vi ¡personitas! Unas usaban sombrero, otras llevaban tirantes. Había gordos y flacos, unos más viejos que otros, y estaban en algo como un día de campo, ahí en medio de mi bosquecito.

Me tallé los ojos porque no creía lo que estaba viendo. ¿Cómo es que había personas en un colador en la cocina? Bueno, yo recuerdo que no daba crédito a lo que pasaba, pero tampoco cuestionaba mucho la idea. Era un niño, un poco enclenque, y tal vez me estaba pasando lo que mi mamá dijo: estaba sufriendo alucinaciones por no terminarme todo el pollo. Pero lo recuerdo. Los llevé a mi cuarto y me encerré con la lupa que saqué de entre unos cuadernos.

Algunos llevaban leña, otros algunos utensilios, y estaban asando carne. Cantaban algo alrededor del fuego. Lo que decían no tenía sentido para mí, era como otro lenguaje, pero parecían contentos. Tenían una fiesta ahí. Bebían, reían. Algo sucedía.

No sé bien cuánto tiempo observé, pero me quedé dormido. Al despertar pensé que no era un sueño. Alguien, tal vez mi abuela, se llevó el colador nuevamente a la cocina, así que fui corriendo a buscarlo. No había nada cuando lo encontré, ni tampoco ningún rastro de los pequeños seres. Busqué entre los tallos, en la cocina, en el lavabo. Regresé a mi cuarto, busqué bajo la cama, entre las cobijas. Nada.

Y entonces me puse triste. Me envejecí unos años, me enamoré, jugué otros juegos —los de los adultos— y el tiempo se llevó ese pasaje.

Creo que pensar en todo eso que me esforcé por olvidar me hizo volver a creer en lo increíble. Y fue entonces cuando regresó mi pasión por el tiempo, porque llevo años esperando volver a ver algo maravilloso y extraño. Creo —y ese es mi propósito este año— hacer que pase y engañar al tiempo un poco. Sorprenderme de todo y ser feliz porque sí.

Después de todo, no tengo más que perder... aparte del tiempo.

La sorpresa


Con un caminar lento, a media calle se levanta la estampa de un hombre espigado, alto, con una barba poblada de mechones lacios y salteados. Mientras camina, trata de aclarar su pensamiento enmarañado por algo que bebió. Sigue sin entender por qué una fuerza extraña le susurró que debía devolverse a casa.

Y ahí va caminando, subiendo un poco la colina hasta donde se abre un camino de ladrillos rotos que él mismo construyó. Una pequeña colina y un riachuelo que se forma con el agua de la tarja donde su mujer lava la ropa. Sigue subiendo. Se acerca a la cocina donde un fogón de adobe a la izquierda y una alacena de madera lo esperan. Todo en silencio, sin luces en la casa. Al parecer todos duermen.

Las paredes del jacal y las dos ventanas al lado están cerradas. La luz de la luna y sus ojos acostumbrados a la obscuridad le permiten ver los dos ojales con que se cierra la puerta. Así que, sin hacer mucho ruido y casi de puntas para no interrumpir el sueño de los que duermen, abre lentamente para entrar.

Pero mientras abre, los ruidos de adentro lo sorprenden. La luz azul que entra por entre la techumbre le sirve de reflector. Una imagen poco familiar le golpea la frente: en la cama yacen las formas de lo que parecen las piernas redondas y joviales de su esposa, abrazando del talle a otra imagen, otro hombre que está hincado, con el torso desnudo. Ambos, en el mismo afán, golpean uno contra otro en un consentimiento mutuo. Los ruidos son de gozo más que de molestia. Con el vigor que caracteriza este tipo de actividades, ella lo jala hacia sus entrañas y él empuja con empellones violentos, mientras los dos asienten con respiraciones profundas y ruidos guturales.

Todo en una imagen que escandaliza al hombre que está parado en la puerta. Al ver esto se confunde y vuelve a cerrar la puerta mientras da media vuelta. Consternado, está dispuesto a irse, pero algo lo detiene. Mientras se rasca la cabeza, se dice a sí mismo: "No, esto no puede ser. Esta mujer va a destruir otros hogares".

Y con poca intervención de un agente externo, el hombre voltea y ve el brillo metálico y siniestro de un objeto que está colgado en la pared. Lo toma sin pensar y entra.

Lo que fueron gritos de placer ahora son gritos de dolor, de terror. Golpes, reclamos e injurias. Salen de esa habitación donde todo se tornó terrible miles de maledicencias. Mientras aquel hombre lava su machete y se limpia, otro hombre desnudo se aleja sangrando, cojeando, sin poder respirar. Al parecer, herido de muerte.

Otra vez la figura espigada le da la espalda a la casa y vuelve a salir a la calle.

El alba se sorprende encontrando que mientras el marido bebe solo en una cantina, en su cama yace sin vida una mujer envuelta en sábanas ensangrentadas.

Hotel

Detuvo el paso, con algo de morbo, y la miró caminar por el pasillo del hotel. Sus pasos no se oían, se deslizaban con la sensualidad de un felino. Avanzaba hacia la habitación dejando que él observara el vaivén de sus caderas anchas, redondas; el pantalón entallado y la chamarra roja de piel dejaban entrever parte de su talle y un tatuaje de girasol en su absolutamente deseable abdomen. Ella volteó, le extendió la mano y abrió la puerta, invitándolo a pasar una vez más.

Minutos antes, al salir del bar, le había susurrado al oído:
—Te deseo.
Lo besó y corrió al otro lado de la calle.

Caminaron despacio, cuadra tras cuadra, buscando un hotel. Rieron en complicidad, corriendo de la mano, hasta que una mujer ebria y desgarbada, recargada en la puerta metálica de una farmacia cerrada, les gritó con voz pastosa:
—¡Socia, cuídame a ese hombre!
Ambos soltaron una carcajada nerviosa y corrieron. Los tacones de ella resonaban en el pavimento, golpes breves, apresurados, hasta doblar la esquina y encontrar una lucecita amarilla junto a un poste de madera cubierto de letreros. Allí estaba el hotel de paso.

Desde la entrada se veía la barra con una imagen de la Virgen, adornada con focos en lugar de veladoras. Un buda dorado y un plato de propinas daban a la escena un aire extraño, incompleto. Aun así, subieron por una escalerilla de caracol apenas sostenida por un palmo de soldadura, empotrada directamente a la pared. Los pasillos eran angostos, retorcidos, y entre las puertas se oían murmullos, risas, golpes. El azulejo mostraba figuras blancas sobre un fondo rojo, y las paredes, cubiertas de capas de pintura de aceite, brillaban bajo la penumbra de los focos de sesenta watts: esos que nunca iluminan del todo y acumulan grasa y polvo en las esquinas.

Ella lo invitó a pasar despacio. Se besaron, él recorrió con la lengua la línea de piel entre su boca y el ombligo. Un par de mezcales, el deseo contenido durante tanto tiempo, los empujaban uno hacia el otro. Una mano subió con ternura; la otra bajó, más violenta. Las respuestas fueron proporcionales. El cuarto se llenó de jadeos y respiraciones.

—¿Estás segura? —preguntó él.
—Es mi cuerpo —respondió ella, sentándose en la cama de golpe, dejando los pies colgando.

Él fue al baño a buscar algo que hacer mientras ella se descalzaba y retocaba el maquillaje. No había pies más bellos, ni boca más dulce.

La oscuridad se volvió menos densa cuando sus pupilas se acostumbraron. El olor de ella —“Touch of Pink”, murmuró él— lo envolvía. La besó en el cuello; ella asintió, le desabrochó el pantalón. Sin miedo, sin inhibiciones, se quedaron en ropa interior. Él recorrió su abdomen, olió su piel, la saboreó. Todo en ella era deseable, digno de repaso, de una vuelta más. Ahora estaban desnudos, piel con piel, respiración con respiración. Él recorrió con los labios sus rodillas, sus caderas, los dedos de los pies. En un instante, ambos perdieron la razón: dos cuerpos entrelazados, sudando, girando entre las sábanas. La cama rechinaba, algo caía al suelo, pero nadie oía las sirenas de la calle. Solo estaban ellos: humedad, calor y caricias.

Al final, el encargado del hotel tocó la puerta: era hora de irse. Ella, solo en ropa interior, miró por la ventana. Algo se había ido con la noche; algo que esperaba desde hacía años, algo guardado y suspendido. Hoy se perdió. Ya no estaba más con ella: un amor viejo, una mala jugada, un eco de pasión que se extinguía.

No prometió volver a verlo, pero algo en su voz dejó una duda, una conexión latente.
—Hasta el primero de enero, entonces —dijo.
¿Una promesa o un destino? Nadie lo sabe.

El taxi se alejó. Amanecía en la ciudad, aunque las farolas seguían encendidas. Él caminó en dirección opuesta, con un rasguño en el pecho y una sonrisa. Daba gracias por la velada.

Caleidoscopio

La vi por primera vez en septiembre. Cuello largo, brazos bellos, sentada en flor de loto con sus mallas rosas. Durante tres años lo único que pude observar fue su sonrisa, sus ojos entre carcajadas, imágenes sueltas de ella bailando o haciendo flexiones en la barra, sus presentaciones finales… y luego el día, la hora exacta, en que se fue a vivir a otra ciudad.

Cinco años después, la revancha de la vida. En una esquina cualquiera, su último cigarrillo, todos esos besos, las noches a hurtadillas, y la manera en que desnuda era hermosa y vil. Todos esos efectos me condenaron a la historia más deshonesta, dolorosa y pasional: un relato de calentura, egoísmo y desolación. No puedo recordar más que el ocio sádico con que mató mi corazón y me demostró que la vida solo existe después de la muerte.

Tuve diez minutos para contarle todo, deprisa, y lo único que veía eran sus ojos. Como en esas fotografías de larga exposición, donde el obturador abierto revela las trayectorias de los cuerpos en movimiento, así vi el mundo detrás de su voz. Pasé más de una hora intentando retenerla, rogando que no se fuera.

Cinco mojitos y un baile torpe me bastaron para abrazarla. Su cuerpo delgado cayó sobre el mío; su cabello, largo y lacio, se enredaba entre sus dedos cuando me susurró:
—¿En cuánto tiempo estamos en tu casa?
—Cinco minutos —respondí, y aceleré.

Todo tuvo su lugar. Juro que durante ese tiempo la amé: buscaba que me viera, la tomaba del talle, besaba su cuello, me embriagaba con ella. Tal vez pudo ser, pero un día simplemente no llegó a la cita. La descubrí en otro lugar, besando a otra persona. ¡Ah, despojo! No te reclamo nada, porque sé que no sirve reclamar.

Llegó temprano a mi habitación de hotel, justo cuando yo salía de la cama de alguien más. Se fue, y luego volvió. Cuando uno es más joven que ahora, pocas cosas importan. Esa tarde, mi amiga se volvió su verdugo: bebimos vodka en la playa, y encontré los labios de mi amiga mientras ella se alejaba llorando. No sé si lo sabe, pero me dolió verla tan herida. No sé dónde esté hoy, pero algo aún me lacera entre el pecho y los pulmones —eso que llaman alma— y me recuerda que no debí lastimarla.

Volvimos a vernos. El alcohol era el único ser entre nosotros. No intenté nada: me recosté, ella entró al baño, y debí cerrar los ojos para despertar en el cielo, porque de pronto estaba en el umbral de mi puerta, sin saber qué decir. La tomé de la muñeca y la recosté a mi lado. Juro que quise desnudarla y mostrarle cuánto me gustaba, pero no lo hice. Por respeto, por admiración, por cariño. O quizá porque no puedo revelar toda la verdad en este escrito. Aun así, ese es el final que quiero recordar.

Me enamoré de sus caderas, de la delicada forma en que su cuello se convertía en mil cosas. Me enamoré de sus variantes, de sus estados de ánimo; me volví su cómplice, me dejé llevar por donde quiso, me tomó de la muñeca y me condujo simplemente. Me enamoré del olor de su piel y, aunque nadie lo diga, sigue siendo —en mi recuerdo— mi actriz de películas para adultos favorita.

No recuerdo bien su nombre, aunque conservo una foto suya que nunca le devolví. No recuerdo el año y medio que pasé con ella, ni quiero hacerlo: me duele, me desgarra, me arranca de la vida. Por eso no quiero recordar su cabello negro en bucles, su sonrisa perlada, sus mentiras, los pies que más he amado, ni los días en que intenté deshacerme de su recuerdo. Lo único que logré olvidar fue su nombre, porque su rostro lo tengo presente, nítido, como si aún la estuviera viendo ahora.

Rodrigo Dinosaurio


Envuelto en su pijama de franela de cruces, corre descalzo el pequeño dinosaurio, muerto de risa y saltando en la cama. Baja veloz y recorre la recámara abriendo los brazos y tocándose la nariz. No se duerme, pero ríe en la obscuridad. Sus ojos sobresalen debajo de la sábana.

—¡Ah, dinosaurio, duérmete! —le dice su papá.

Pero el pequeño dinosaurio juega con un móvil que pende de la lámpara sobre su cama.

—A dormir, dinosaurio. Cierra tus ojitos y sueña en lo que sueñan todos los dinosaurios de tu edad.

Pero el dinosaurio no tiene sueño y trata de jugar.

—¡Ah, duérmete!

Pero el dinosaurio vuelve y me abraza mientras escribo. Pensar que dejé de ser Peter Pan para criar al dinosaurio.

—¡Voy para allá! —le grito.

Después de un rato de silencio, cuando vuelvo a verlo está tendido sobre la cama. Su cabeza redonda y llena de lanugo no se mueve.

—Me estás engañando, ¿no?

Pero el dinosaurio no se mueve. Toco sus pequeños pies que salen de la pijamita y él sigue tendido en la cama, respirando a un ritmo menor. Está profundamente dormido. Ya no grita, ya no corre.

Salgo despacio de la habitación y apago la luz. El pequeño Rodrigo dinosaurio se durmió.

Crónica

Súbitamente y sin esperarlo, algo le obscureció la frente. Era uno de esos pensamientos mudos que se convierten en grandes sucesos del mundo real: no hablan, callan, están presentes sin hacer ruido, imperceptibles... y sin embargo, ahí están. Al parecer, era uno de esos enormes patrones de conducta que te obligan a buscar un camino, una vía de acción, hasta que terminas confesándote a ti mismo lo que vas a hacer cuando ya lo estás haciendo. Una frase simple. Helada.

Esa mañana, con la luz semiazul de cuando el sol ha salido pero aún no calienta, ahí estaba: sentado en una silla frente a la ventana, imaginando, pensando, con esa idea nublándole la vista como un antifaz, decolorándole la cara de sátiro desalmado. De la mesa a los platos en la alacena, de la sala a su escritorio con el cenicero repleto de colillas, la idea recorría la habitación de un lado a otro. Incluso el pequeño ratón junto a su clóset había dejado de mordisquear el pedazo de corcho que robó quince minutos antes de que él llegara al departamento la noche anterior... y comenzara a pensar.

Los fantasmas que lo habitan empezaron a temer esa idea que se formaba. Huyeron entre el librero y la mesa de té, salieron despavoridos por un rincón entre la ventana y el vacío. Huyeron porque reconocieron al demonio dentro de la idea que él no confesaba y que, de pronto, después de imaginarlo tanto, asumió.

Empuñó el arma mientras veía a las personas caminar abajo en la calle. Se volvió testigo del movimiento de los negocios, la comida rápida de la esquina, los automóviles, el vendedor de periódicos y su voz inconfundible. Y él, solo en su departamento, oyendo esa idea, el pensamiento nublado por esa idea... esa idea que lo rondaba.

Perder la vida debería ser fácil: un instante después, no encontrarse. Lo único difícil pero necesario, lo único que hace falta es declararlo. Hacer frente a la idea que te rondó pálida y te sedujo durante toda la noche anterior.

Los sonidos de la habitación estacionada en la espera siempre le causaron ansiedad. ¿Qué es eso que se escucha cuando nadie habla contigo? ¿Existe realmente el silencio, o solo nos lo inventamos para nombrar aquello que nos ensordece? Otra vez la idea le mordió una oreja, despacio, sugestivamente. Puso los brazos alrededor de su cuello fingiendo no ser ella, pero volvió a hablarle al oído como si lo mirara con desprecio y sin embargo... fingiendo, jugando a seducir.

Los minutos pasan tan lentos cuando uno no declara lo que quiere hacer y no puede. Porque por más que su demonio lo invitara a declarar la idea de dejar de existir, la calle se movía más. Empuñar el arma no le daba miedo; era más bien el miedo de quedar ahí lánguido, sin vida, huyendo del sol, de la luz, del día. Dejar un cuerpo vacío, un envase ensangrentado, el humo del primer cigarro, su bata tibia sobre el sillón.

Los recuerdos empezaron a juntarse, uno contra otro, tratando de impedirlo. Le pedían sin palabras que ahuyentara esa idea. Se alineaban para formar imágenes preciosas de días enteros en que las cosas se parecían tanto a la felicidad que lo obligaban a contemplarlos. La brillante ingeniería con que se construyen estos momentos es mágica, mucho más pura que la seducción de una idea vieja como el mundo: las ganas de fugarse al más allá sabiendo que aquí ya no se necesita de nosotros.

Es mejor reconocer la vida en cada rincón del departamento. Y cómo la delicada manera en que el sol se posa sobre las azoteas le va quitando fuerza a esa idea de no vivir que lo rondó toda la noche. El cielo se vuelve más azul frente a él, la calle se mueve cada vez más rápido. Las personas hablan de negocios, de la fruta, del clima, de cómo van los niños en la escuela. Van mezclando voces que hacen eco y perturban el silencio.

Sobre toda esa calle llena de personas, inmerso en su propio pensamiento, miró hacia el infinito. Hacia una cornisa donde, casi desfalleciendo, enraizada en un poco de adobe que asoma entre el concreto, una flor blanca se aferra a la vida. No se suelta. Vive, ríe, escucha, pasa el tiempo conversando con el viento. Se siente feliz de no caer todavía al vacío. Le teme, pero eso no le arruina la existencia. Se asoma para ver el mundo abajo y piensa que vivir sin poder respirar profundamente en una mañana como esa es morirse. Es tragedia.

El arma yace sobre la alfombra en ángulo recto. El último cigarrillo fue apagado hace diez minutos, la ceniza aún tibia. No hay más ruidos que los de la calle.

Todo quedó en silencio.

Hubo un solo sonido: fuerte, seco, definitivo. Al parecer, una detonación.

Ahora la habitación vacía contempla la ventana. Ahí, sobre la cornisa, un hombre levanta esa pequeña flor, la protege y la coloca en un recipiente. Al parecer es el mismo que hace rato empuñaba el arma y que, después de pensarlo mucho, azotó la puerta al salir.

Refranes.

Nunca he entendido bien ese refrán de "el que espera, desespera". Cuando era niño y escuchaba el refrán, me lo repetía una y otra vez tratando de desenmarañarlo, y algunas veces lo repetía tanto que perdía el sentido. Recuerdo una vez un viaje largo con mis papás, mientras yo me aburría viendo peñascos de un lado y bosque de coníferas del otro. De esas tardes de viaje cuando el cielo cambiaba de azul a negro tan lentamente que parece que nunca vas a llegar. Me repetí el refrán tantas veces que hasta me dolieron los dientes, y el espacio blando debajo de la lengua me daba una sensación de ansiedad.

¿Se desespera al esperar? Es decir, ¿se empieza a dejar de esperar mientras se espera? Es un poco confuso, pero toma sentido cuando lo explicas. Es una paradoja, es como decir que al nacer se empieza a morir, es como creer que se caduca la vida, que al nacer se comienza a envejecer y a cumplir con una ley natural. Por eso pienso que al esperar se va cortando la espera, o se des-espera, se agota, se acaba con esa espera.

A final de cuentas sigo con la misma idea, pero no entiendo del todo el refrán. Y mi tesis sobre esta explicación vino a mí en el momento en el que llamaste. Estaba a punto de volverme loco pensando en qué decirte, porque ¿qué podía decir? Partiendo del punto de que la primera cosa que vino a mi mente el día que te conocí es que quería verte desnuda, y es lo último que pensé hace un momento. ¿Desespero? No lo creo, porque aún no te lo digo con esa claridad. Entonces solo estoy esperando, complicándome todo y creyendo que de decir lo que quiero decir y de hacer lo que quiero hacer perdería la oportunidad.

¡Oh, incertidumbre! Estoy desesperando de esperar....

Y entonces toque tu cuerpo, pequeños recovecos, dulce aliento satisfacción, un poco de sombras, luz, placer y sudor, tu espalda mis caderas chocando contra tu alocada sensación de saciedad, te mecías entre mis sabanas, en desesperación perseguí tu cuello, despacio, aproveche el tiempo, golpeando más, y más, y más… deleitado, satisfecho, húmedo como azulejo de bañera después de un baño… libre claro y ruidoso, rugiendo sobre ti.

viernes, 8 de abril de 2011

Tengo un gato

De ese tipo de situaciones en las que simplemente lo adoptaste un día porque era huérfano. Más bien, es un vestigio de una antigua relación. Tiene tanta energía: salta y corre entre la cocina y la sala y, en un momento, está de vuelta en mi recámara. De pronto parece tan vivo y, sin embargo, está ansioso. Acechándome, me mira desde un rincón y de pronto salta hacia las cortinas, vuelve a su posición y espera el nuevo turno de saltar.

Es un gato con el pecho blanco y un par de manchas negras divididas por una línea blanca que sube de su nariz a la frente. Y pensar que de entre esas patas sedosas puede sacar garras afiladas y agudas que rasgan todo cuanto encuentra a su paso.

Recuerdo que cuando lo adopté, puse un plato con comida dentro de mi recámara y, al ronronear, hacía gemiditos que parecían de felicidad. Algunas veces hace ruidos raros, como ladriditos. Pienso que cree que es perro. A veces lo sorprendo bebiendo del escusado; otras veces le lanzo algo y me lo trae. He pensado en decirle que es gato, pero ¿para qué? Si es feliz pensando que es perro, ¿qué más da?

Hoy estuve jugando a mover un cable y se sentó lejos porque yo no lo dejaba morder la punta. Entonces dejé todo y tomé un sorbo de mi taza de café. Casi como un relámpago apareció dando tumbos, y es que ha aprendido a distraerme y lograr su objetivo: subir a la alacena y revisar el alimento almacenado.

Cuando me voy, me espera y corre a la ventana. Tal vez me ve irme, tal vez no sabe lo que hace. Lo cierto es que siempre está parado en el balcón cuando yo salgo por la puerta que da a la calle.

Hoy me senté a verlo y acariciarlo. Me parece que es lo único que me queda de otros días, es lo único que me queda de ayer. Al parecer, lo sabe, porque se recuesta en una almohada y me ve tocar la guitarra, escucha cuando estoy sonámbulo por las noches. ¿Sabes? El gato es lo único que me queda. Me ve sentarme a ver la tarde, me ve solo con mi taza de té, me ve recordando que es lo único que me queda, junto al deseo de que vuelvas aquí.

Detrás de cada canción

"Este texto es un resumen de otros textos que no he publicado, es un todo de cada canción"

Cada canción tiene una historia y se va armando desde que me sucede, desde que un día la vida me orilla a una situación distinta a la anterior. Como las perlas, las canciones se van llenando de experiencias cual sedimento, hasta que acaban por salir en forma de preciosas esferas. Algunas son más brillantes que otras; unas están listas desde el principio, otras toman años; otras son negras, otras más nunca salen a la superficie y se ahogan; algunas son pequeñas, otras grandes, pero todas nacen igual en el fondo del alma, donde cae una vivencia pequeñita como la arena...

Estuve mirando, casi espiando por la ventana de manera sórdida —es decir, peligrosamente—, esperando a que llegues, con un excitado aroma a oportunidad, a cada día. Otra vez. Recordemos que en algunos tiempos la mente te extraña, el alma se ahoga y el vigor se acaba.

Con aire consciente y desinhibido busqué muchas veces el sol, la luz, el sabor de cada alimento, el sabor de los instantes... pero no los encuentro. Parte de la vida es disfrutarla a placer, entender lo efímera que es, lo poco que dura, comprender que entre este y el otro pensamiento pueden existir segundos eternos o instantes tan fugaces. Y se tiene también que ser muy precavido, muy sigiloso, preciso, artesano, para ir integrando, entretejiendo la experiencia.

Voy cayendo, y detenerme me cuesta tanto. Voy dejando un halo de mi espesa penumbra corregida, diluida. La condición humana es tan ridícula y torpe, aferrada a ver lo intangible y a comprobar que existe lo incomprobable. Corrupta y trágica condición... Y sin embargo, me separo del ego, me separo del yo biográfico, me separo de todo para ver cómo, entre una cortina de escrúpulos, yo mismo me he alejado de mi esencia. Me separo para ver entre lo que no debes ver y, sin embargo, quieres ver.

Decía Morin que el mundo se moverá en una dirección ética solo si queremos ir en esa dirección. ¿Qué hay si no queremos? ¿Qué hay con imaginarte desnuda? Seguro esa no es la dirección. Y sin embargo, has de poder revivir mi cansada emoción, el aire intacto, 220 kilos de fuerza axial hacia un solo punto, media libra de labios desde los talones a la espalda baja. Y Morin puede esperar, espiando desde la cerradura.

Veinte minutos de pensar en esto y ya tengo para otros dos textos. ¿Sucede o no sucede? Quién sabe. Necesito otros veinte minutos entre la cabecera y bajo la lámpara para pensar en lo imperfecto que es el perfecto aroma de humedad de la espina dorsal... de quien sea. Cierra esa puerta y calla el pensamiento. Pero ¿no habías pensado en...? Que me pase o que te pase... que nos pase.

¿Te dije que quiero tenerte aquí? No sé si es posible, pero... ¿lo dije? Acorté el espacio. ¿Y te describí el momento? Suave entre cortinas y ventanas nubladas, entre grises resplandores, entre la luz que ilumina pero no ciega. Pálida, comienzas entrando por mi corredor. No hay sonido entre la puerta y la cama. Te espero, soñoliento. Te tomo —más bien, te arrastro— bajo el rodapié.

Es uno de esos días, de mis momentos en los que no encuentro cómo decir las palabras. No las sé, las olvidé. Solo tomo tus manos frágiles, nerviosas. Separo cada tela, cada encaje, con la cara hacia tu garganta, y bajo rodando susurros entre el cuello, los hombros, los codos, los dedos, tu vientre, más allá y más aquí. Donde me detengas, solo para darte cuenta de que, en efecto, nos está pasando. Pero no puedes detenerme, no quieres. Una leve sensación de vacío que recorre desde tus rodillas al coxis.

Es verdad, te está pasando. No te das cuenta porque, algo embriagada, no paras. Estorba todo. El espacio entre nosotros se vuelve peligroso, insalubre, una bacanal.

Los pájaros cantan y aún no respondo nada. Tengo la seguridad de que venías a tono con esto, de que tan solo un leve roce de los dedos sobre la espalda, sobre más de cinco mil terminales nerviosas y muchos sentimientos de lujuria... Porque todo eso que siento dentro de mis esquemas mentales, todo lo que pretendo se ha ido juntando dentro de este texto, dentro de lo que queda vacío, de la nada, de lo que espero que sea mi poesía.

Todo esto viene detrás de cada canción.